Recuerdo muy bien, como si fuera hoy, un día en que me encontré por casualidad sobre una mesa los dos documentos de identidad de mis padres. Yo era una niña y ni siquiera sabía lo que eran esos papeles plastificados tan pequeños, ni qué significaban.  Sería principios de los años setenta. Me puse a leer lo que ponía en ellos. Al llegar al apartado Estado Civil, con esas mayúsculas que presagiaban algo de suma importancia, leí que ponía en ambos “casado” y “casada”. Sentí una gran curiosidad por saber cuántos “estados civiles” existen, y, como siempre, le pregunté a mi madre llevada por ese impulso tan frecuente en mí de preguntar lo que ignoro, un impulso que entonces casi siempre recaía sobre ella. Me respondió que había dos estados civiles: casado y soltero. Y añadió un tercero, el de viudo, pero como con poca convicción.

Todo ello me hizo pensar. Me parecía muy poca cosa. En mi mente infantil concluí que esos dos o tres estados civiles eran realmente muy pocos, y algo en mí me decía que era de una cortedad inaceptable. Tendría que haber muchos más puesto que ese repertorio escasísimo, aburrido y demasiado limitado no podía representar a miles de millones de seres humanos en el mundo. Ni sabía, ya digo, lo que significaba todo aquello que parecía de una seriedad que hasta asustaba un poco; pero, de algún modo, de manera instintiva presentía algo que entendí muy bien muchos años después: el poder tradicional controla y limita, además de otras muchísimas cosas, nuestra vida afectiva y personal, reduciendo al mínimo las posibilidades de vivir nuestra existencia en libertad, y anulando de manera implacable la diversidad natural.

De tal manera que llevamos muchos siglos adaptados a considerar un único modelo de familia, a vivir como otros quieren que vivamos, en la imposición, en la mediocridad y en la negación de cualquier modelo afectivo que no sea el estipulado. A día de hoy considero que cualquier modelo afectivo es válido y que hay tantos modelos de familia como personas. De eso se debería tratar, de respetar la diversidad inherente a la vida. La diversidad es la vida, la uniformidad es la muerte, decía Mijail Bakunin.

En esos “estados civiles” por supuesto no tenían cabida los homosexuales. La homosexualidad, en esos años tanto como ahora mismo para las religiones era un pecado mortal, y una enfermedad, cuando no se niega o se esconde, claro, o cuando, según las evidencias, no se practica con menores de edad. Y unos pocos años antes, en el franquismo, era además un crimen. Los homosexuales se escondían, se camuflaban para evitar el castigo, el rechazo y el estigma social. La represión en la dictadura franquista contra los homosexuales, con la Iglesia como su gran aliada, fue bestial: persecución, cárcel, manicomios, deportaciones, violaciones, electroshocks; se les aplicaba la Ley de Vagos y Maleantes desde 1954, y a partir de 1970 la terrible Ley de Peligrosidad Social. No tenían escapatoria. Aproximadamente fueron encarcelados seis mil homosexuales sólo por su condición sexual, y en las cárceles sufrían todo tipo de vejaciones, humillaciones, violaciones y maltratos. Ése era el orden moral vigente, el orden moral cristiano.

Si ampliamos la perspectiva el asunto va mucho más allá. Mientras que en el Imperio greco-romano la homosexualidad se aceptaba como lo que es, una condición sexual natural de un porcentaje determinado de las personas que componen la humanidad, con su caída y el inicio de la hegemonía del cristianismo en el siglo IV se inició un largo período histórico de oscurantismo y de persecución de la libertad, de las mujeres, de la ciencia, de la cultura, y por supuesto de la homosexualidad; un larguísimo período de casi veinte largos siglos de acoso y de martirio para un colectivo especialmente perseguido por la Iglesia católica y por las religiones en general. A día de hoy se siguen lanzando al vacío desde una torre a los homosexuales en los países del Islam.

Con la Ley del Matrimonio Homosexual de 2005, José Luis Rodríguez Zapatero marcó un hito en la devolución de los derechos a este colectivo tan humillado y tan perseguido en nuestro país, no sin la oposición férrea y contundente de la derecha y de la Iglesia, que siempre se ha mostrado homófoba y ha difundido abiertamente, como todos sabemos, la homofobia más radical. Entonces sólo había tres países en el mundo que habían legalizado las bodas de homosexuales. Holanda abrió el camino en 2001. Pero quince años después de que Zapatero consiguiera la legalización en España son ya 30 los países en el mundo que permiten las bodas gays. El camino ya parece imparable.

Quizás sea por eso que el actual Papa ha manifestado que apoya las uniones civiles entre homosexuales. Se acaban de difundir esas declaraciones que hizo para un documental en 2019 y que han dejado a todos boquiabiertos; entre otras cosas, además de porque es el actual prócer de la Iglesia católica, la organización más homófoba de la historia, porque hace pocos años él mismo hacía declaraciones absolutamente contrarias: “el proyecto del matrimonio homosexual lleva a la destrucción de la familia”, o “es una movida del diablo”, afirmó en 2010 en el contexto de la aprobación de la Ley del matrimonio gay en el Congreso argentino. Ojalá se tratara de que el discurso religioso contra los homosexuales se hubiera moderado.

Pero me temo que, como decía el periodista y escritor noruego Helge Krog, “la Iglesia sólo acepta el progreso allá donde ya no puede impedirlo”.