Estamos ante la mayor crisis económica desde la segunda guerra mundial, mucho más perniciosa que la crisis de 2008. La diferencia fundamental con la última crisis es que esta crisis de ahora está en gran medida provocada por la emergencia sanitaria de la pandemia, pues la única manera que hemos encontrado para detener la propagación del coronavirus-19 es evitar todo lo posible el contacto entre personas. La crisis es nuestra manera de luchar contra el virus. En el caso de España, la situación es todavía más dramática pues una parte importante de nuestra economía se sustenta en el turismo, que es precisamente el tipo de industria en el que el contacto personal es absolutamente imprescindible. Con el turismo cerrado, la hostelería en mínimos y el comercio sometido a restricciones, nuestra economía se resiente más que las de los países donde el motor es la industria o los servicios avanzados. No existe una relación inversa entre economía y salud: aquellos países con peores resultados sanitarios tienden también a tener los peores resultados económicos. Y mientras el modelo de lucha contra la pandemia sea el que es, así seguirá siendo. Una economía no se puede basar exclusivamente en teletrabajo y comercio electrónico.

En esta columna hemos insistido en numerosas ocasiones en la necesidad de prepararse para lo peor en la gestión de la crisis: necesitamos un plan a dos años, que es el tiempo en el que se espera tener una vacuna viable, siendo optimista. Mientras esto no ocurra, las recaídas serán recurrentes y nos veremos obligados a volver a suspender, total o parcialmente, la mayoría de las actividades económicas. La toma de conciencia de esta realidad implica rediseñar una política económica que tuvo buenos efectos en la primavera pero que ahora mismo es notablemente insuficiente de cara a lo que todavía está por venir. Así, también desde esta columna se ha alertado de la necesidad de plantearse un presupuesto 2021 mucho más expansivo, que no descanse únicamente en los fondos europeos, sino que incluya la perentoria actuación sobre la solvencia de las empresas que siguen -de momento- siendo viables a medio y largo plazo. La palabra clave es histéresis: la economía no es un ordenador que se pueda reiniciar como si nada, sino que los daños tienden a hacerse permanentes en el número de comercios cerrados y de empleos perdidos. No podemos esperar a la reconstrucción porque, de no actuar pronto, va a quedar poco que reconstruir.

A largo plazo, sin duda tendremos que pagar las consecuencias de este exceso, con un programa de consolidación fiscal que, coincidiendo con el Banco de España, debe llevar a una década de austeridad a partir de 2023. Pero mientras tanto, debemos hacer caso a lo que plantea el Fondo Monetario Internacional y “gastar todo lo que podamos”.

El problema es que no podemos gastar mucho porque la irresponsable política fiscal de los años de la recuperación no permitió generar colchón fiscal, bajando impuestos cuando el país todavía tenía un 5% de déficit público. La suspensión de las reglas fiscales de la Unión Europea no durará siempre y si hay un momento en el que incurrir en un déficit masivo para salvar la economía es ahora. Los Presupuestos Generales del Estado, con todo, no muestran mucho más estímulo que el que venga de la Unión Europea, lo cual es asumir un grave riesgo ya que ese estímulo puede tardar en hacerse efectivo y puede ser demasiado tarde y demasiado tímido.

En la crisis de 2008, se actuó con una timidez que hizo que los estímulos fueran insuficientes, y la política monetaria particularmente mojigata. En su magnífica obra 'La paradoja del riesgo', Ángel Ubide nos ha explicado que ser tímidos al principio puede significar tener que pagar más al final, porque tendemos a ser extraordinariamente optimistas en la duración y profundidad de las crisis, planteando medidas que son claramente insuficientes, aunque vayan en la dirección correcta. No se puede entender que España, el país más castigado en términos económicos y uno de los más afectados en términos sanitarios, sea uno de los que menos estímulos fiscales ha puesto en marcha, un 3,5% del PIB frente a un 4,9% en Italia, un 5,2% en Francia o un 8,3% en Alemania. Es preferible acreditar un mayor déficit público en 2021 que arrastrar una economía renqueante durante una década.

Una sociedad responsable daría margen a sus gobiernos para tomar este riesgo. Lamentablemente, la miopía política en la que nos encontramos hace casi inviable que la opinión publicada de tertulianos, analistas, políticos y columnistas otorgue ese margen de confianza, y el coste político de hacerlo será inmenso si no hay un mínimo consenso para ponerlo en marcha. El caramelo es demasiado goloso para la oposición, y demasiado amargo para el gobierno. Estamos bailando al borde del precipicio económico y todavía tenemos un mínimo margen para reaccionar. Ojalá lo hagamos, aunque, siendo honestos, no se vislumbran muchos motivos para la esperanza.