La que parece ya segura victoria de Joe Biden en la elecciones de Estados Unidos ha sido tomada con diversidad de opiniones en el seno de la comunidad internacional: mientras la Unión Europea y sus representantes han felicitado ya al ganador, otros gobernantes han preferido mostrarse más prudentes y esperar a que se resuelvan los más que probables juicios a los que Donald Trump va a someter a su país.

Es todavía pronto para hacer balance de los años de Trump, pues de hecho todavía es presidente y lo será hasta enero, como poco, si sus múltiples denuncias no prosperan. Tampoco podemos en este momento hacer una previsión de cómo será la presidencia de Joe Biden, pues quedan todavía por resolver numerosas incógnitas. Lo que sí podemos afirmar ya es que en las elecciones de Estados Unidos se han confrontado dos modelos de comprender el futuro. La primera, comprometida con los bienes públicos globales, la transformación -más o menos profunda- de la economía hacia un modelo más abierto y sostenible, y la cooperación internacional. La segunda, recelosa de los cambios a los que nos obliga la pandemia, escéptica frente a la cesión de soberanía que representa la cooperación internacional y los bienes públicos globales, y tendente a buscar soluciones nacionales para problemas internacionales.

Los defensores de la primera vía plantean una agenda que se materializa en los Objetivos de Desarrollo Sostenible y el Green Deal Europeo, los segundos se muestran escépticos ante estas iniciativas, cuando no abiertamente críticos, en diferentes grados, señalando a la élite mundial -con Soros y Gates como principales instigadores, pero también Naciones Unidas, la Unión Europea o el Foro Económico Mundial- como planificadores de un proceso de ingeniería social que, en las versiones más conspiranoicas, enlaza con una larga tradición de acuerdos ocultos relacionados con los tejemanejes del afamado Club Bilderberg, la Comisión Trilateral, o cualquier otra sociedad o club de poderosos.

En sus versiones más ligeras, este escepticismo carga contra el Plan Next Generation, indicando que la agenda del cambio se trata en realidad de una nueva excusa para que los rent seekers sigan obteniendo subvenciones, cátedras, altavoces en la opinión pública o sustanciosos contratos de asesoramiento y consultoría. Los escépticos señalan que es un grave error apuntar a una agenda de transformación como la propuesta mientras el conjunto de la economía de hunde sin remisión: de nada sirve insistir en la transición ecológica y digital cuando las pequeñas y medianas empresas cierran y el paro se dispara a corto plazo.

Los defensores de esta agenda se equivocan al ridiculizar o hacer caso omiso de la posición de los escépticos, y quizá, también, tengan parte de responsabilidad. La repolitización de aspectos sobre los que se deberían buscar grandes consensos -como el cambio climático, o la digitalización- ha provocado una reacción a la contra de aquellos que no sólo no identifican ventaja alguna en esta transformación, sino que la perciben como una amenaza a corto y medio plazo.

Bien al contrario, sería más inteligente plantearse una estrategia inclusiva, garantizando que la famosa transición justa es algo más que un mero slogan -sin que de momento seamos capaces de convertirla en una realidad- y buscando ampliar las alianzas sobre las que trabajar, aun a sabiendas de que no avanzaremos tan rápido, pero sí lo haremos de manera más segura. Subestimar la resistencia al cambio de los sectores que han sufrido la crisis y que no encuentran un lugar en la nueva agenda de transformación es un grave error y sólo servirá para polarizar a la población en torno a aspectos para los que los consensos son esenciales. Agitar una bandera como la de la Agenda 2030, el Green Deal o el Cambio Climático para “politizarla” y ofrecerla como elemento de movilización de una parte de la población llevará a que la otra parte también se movilice, y no precisamente en la misma dirección. Casos como las movilizaciones de los chalecos amarillos en Francia, o las movilizaciones en contra de las medidas sanitarias señalan que, si no se desarrolla un profundo esfuerzo en materia de pedagogía política, mucho de las agendas de transformación puede naufragar antes de salir del puerto.

Puede que la elección de Joe Biden desbloquee algunos de los aspectos clave que estaban en juego, como el Acuerdo de París, o la vuelta de Estados Unidos a un mayor nivel de multilateralismo, pero el contexto social de desencuentro va a seguir presente, con o sin Donald Trump en la casa blanca. Argüir arrogantemente cierta superioridad moral por respuesta y no escuchar las dudas, críticas o miedos de una parte de la población es un mal camino que debemos evitar a toda costa. Es necesario escuchar más para poder convencer y persuadir a la gran mayoría de la población, porque no tenemos demasiado tiempo para bloquearnos en un debate político no solo estéril, sino también peligroso. Lo peor que podemos hacer con la agenda de transformaciones es convertirla en una nueva religión.