La crisis del coronavirus ha acelerado un proceso de digitalización en el que la economía y la sociedad ya estaba envuelta desde hacía años: el auge del teletrabajo, el notable incremento de las compras online, la realización de infinitos seminarios y talleres vía aplicaciones digitales, la migración a la “nube” de buena parte de nuestros archivos y trabajos, elementos todos ellos que ya estaban presentes en nuestra vida, pero que se han multiplicado en los últimos meses. Adicionalmente, todos los planes de recuperación pasan por la puesta en marcha de nuevas estrategias de digitalización, de manera que el propio NextGeneration EU obliga a que un alto porcentaje de los fondos se destine a la digitalización de la economía.

Todo este proceso de transformación acelerada ha coincidido en el tiempo con una reflexión en profundidad sobre los efectos económicos y sociales de dicha digitalización: hoy sabemos que la digitalización no sólo tiene luces, sino también muchas sombras: en los derechos laborales y sociales, en la acumulación de poder en pocas empresas, o, yendo más allá -como lo hacen ya numerosas obras, entre las que destaca “La Era del capitalismo de vigilancia” de Zuboff- un nuevo modelo de producción centrado en la gestión indirecta de nuestros sentimientos, ideas o hábitos por parte de un grupo de grandes empresas digitales.

¿Es la digitalización una nueva cornucopia de la prosperidad o el camino hacia una distopía? En realidad, el camino de la integración de las tecnologías digitales como el internet de las cosas, la inteligencia artificial o el big data en nuestras vidas no está predeterminado por la tecnología, sino por las instituciones por las que transcurre el proceso de transformación. Frente al modelo norteamericano, que incide en la capacidad de innovación del sector privado y en modelos de negocio maximizadores de beneficios, o el modelo chino, donde los derechos fundamentales de las personas son merecedores de muy poco respeto, Europa debe alzarse con un modelo de digitalización humanizada, que dé lugar a una transición digital justa para todos y todas.

España ha dado paso en esa dirección: la semana pasada se presentaba, en un acto de la Digital Future Society, el borrador de la carta de derechos digitales, un esfuerzo colectivo que, impulsado desde la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, reúne una serie de principios para poner a las personas en el centro del proceso de digitalización: el derecho a la intimidad, la protección de datos, la seguridad digital o la herencia digital, pero también el derecho a la igualdad de acceso o a la protección de la infancia, la neutralidad de la red, etc. Todo un ejercicio de análisis que lleva a buscar un modelo de digitalización en la que las personas sean los protagonistas, y no los proveedores de materia prima.

La mera declaración de los derechos no será suficiente, sin duda, pero supone un paso muy importante en la buena dirección. Los riesgos de una digitalización descontrolada o poco respetuosa con los derechos civiles, políticos o sociales pueden traernos no pocos problemas y aprovechar el potencial transformador de la tecnología sólo será en beneficio de las mayorías si lo hacemos desde una perspectiva comprometida con paliar sus efectos negativos y favorecer el potencial de productividad y prosperidad para todos y todas.

El camino no será sencillo y debemos evitar caer en un momento declarativo que no se vea acompañado por las correspondientes políticas públicas que hagan efectivo estos derechos, porque donde hay derechos, hay también obligaciones -las de respetar o promocionar esos derechos. Algunas compañías tecnológicas, como la propia Telefónica, han mostrado un importante activismo en esta dirección, a través de su manifiesto digital y su pacto digital, un esfuerzo por contribuir al debate para la construcción de una digitalización más inclusiva y eficiente.

Queda mucho trabajo por hacer, incluso en la redacción definitiva del documento, que se ha presentado en calidad de borrador. Subsisten en la misma algunas contradicciones que deben ser pulidas y algunos conceptos necesitan una mayor concreción de cara a que sean realmente operativos en la práctica diaria. Queda mucho por hacer para adaptar nuestro sistema de protección social a las realidades sociolaborales que se empiezan a generalizar con el trabajo en el mundo digital, tendente a la polarización y la desigualdad. Finalmente debemos analizar cuál es el grado de coherencia entre esta carta y el entorno regulador de las nuevas tecnologías, intentando encontrar la manera en la que se evite tener que elegir entre protección de las personas y promoción del desarrollo tecnológico. Ambos aspectos deben ir siempre de la mano, pero no es fácil conciliarlos cuando se baja de los discursos a la práctica empresarial.

En definitiva, la Carta de Derechos Digitales puede dotar de un importante impulso a una reflexión que, de momentos, estamos desarrollando de manera parcial y sin ofrecer una visión conjunta de todo el nuevo escenario. La implementación de la Agenda Digital España 2025 y de la Estrategia de Inteligencia Artificial deberían verse iluminada por esta declaración, que tiene el potencial de convertirse en una piedra angular de toda la arquitectura para una digitalización justa, sostenible, inclusiva y efectiva de nuestra economía y nuestra sociedad.