La Unión Europea nos tiene acostumbrados a marearnos en su proceso de toma de decisiones: su complejo procedimiento, que incluye a la Comisión, el Consejo de la Unión Europea, el Consejo Europeo, el Parlamento Europeo y, en menor grado, al Comité Económico y Social y al Comité de las Regiones, sirve para rellenar cientos de páginas de libros dedicados a desentrañar los detalles de un sistema pensado para tiempos de paz. En tiempos de emergencia, cuando además las negociaciones implican tomar en poco tiempo decisiones que pueden ser clave para las posiciones de cada uno de los países, la sensación de la ciudadanía es de máxima desorientación. Las propuestas parten de los países o de la comisión, se discuten en el eurogrupo, pasan al Consejo Europeo, los rebota a la Comisión… han pasado dos meses desde la irrupción de la crisis del COVID y, mientras los países ya tienen establecido un marco de políticas más o menos claro y medidas más o menos eficaces, la Unión Europea avanza a un ritmo desesperadamente lento. En lo que está en manos de la Comisión, afortunadamente, no ha sido así. La Iniciativa de Inversiones de Respuesta al COVID-19 (CRII+) se puso en marcha en apenas una semana, y otras medidas sanitarias, incluyendo la base de datos para las investigaciones, o el apoyo a los sistemas sanitarios, se han trabajado en tiempo récord.

Pero a fecha de hoy, los acuerdos sobre el futuro programa de reconstrucción están por ultimar. Sin duda, la falta de acuerdo político en temas como la mutualización de riesgos, el alcance del instrumento y los límites establecidos en los propios tratados ha supuesto un importante freno al avance. Atrás quedan, de momento, la posibilidad de eurobonos, que han sido tan demandados por los países tan aceptados, y que, pese a los titubeos iniciales, se han encontrado con la negativa absoluta de los países del Norte. Así que la respuesta inicial se ha centrado en el uso del Mecanismo Europeo de Estabilidad, el apalancamiento del presupuesto de la Unión Europea para el seguro de desempleo y las garantías del Banco Europeo de Inversiones. En otras palabras, se han movilizado los recursos existentes, pero se ha puesto muy poco dinero nuevo de la mesa. La mayoría es dinero ya comprometido, o que ya estaba disponible.

Esta respuesta es, sin lugar a dudas, absolutamente insuficiente, si tenemos en cuenta el alcance del daño que se supone que va a provocar esta crisis, que según el FMI sitúa la caída del PIB Europeo en un 7,5%, muy por encima de la caída de la gran recesión. Por ello el Consejo ha propuesto a la Comisión que prepare un instrumento de reconstrucción que sea aceptable para todos los países. Todo indica que este instrumento estará vinculado al presupuesto europeo, que probablemente se financiará con un mecanismo similar al proporcionado por el Plan Juncker -el presupuesto garantizará la movilización de préstamos para los estados y las empresas-, y que más que utilizarse para apoyar el presupuesto general de los países, se utilizará para incentivar inversiones finalistas a través de un adecuado pipeline de proyectos. Con todo, el reto fundamental no es cómo se va a gastar el dinero, sino cómo se va a financiar el programa. La posición Española de que la Comisión emitiera bonos perpetuos ha sido desestimada y es bastante probable que la financiación final se obtenga con deuda a muy largo plazo, pero que haya que recuperar. De ser así, la Comisión no proporcionará “subvenciones”, sino préstamos, que podrán ser, seguramente, combinados con las transferencias ya recibidas a través del Fondo Europeo de Desarrollo Regional o el Fondo Social Europeo. 

Este modelo de intervención, que ha mostrado un alto nivel de éxito en tiempos de crecimiento -el plan Juncker obtuvo muy buenos resultados- puede que no sea el modelo adecuado para la situación en la que nos encontramos. España no necesitará préstamos para renovar sus infraestructuras, sino para sostener sus políticas sociales en un contexto de crisis fiscal.

Hay otras opciones, que la propia Unión Europea ha puesto en marcha en el pasado, y en otras circunstancias, como los apoyos presupuestarios, que permiten ofrecer financiación presupuestaria -no finalista o vinculada a proyectos- condicionada a la ejecución de una política pública sectorial, como por ejemplo el empleo, o la sanidad. Este instrumento se ha utilizado muy activamente en la ayuda a países en vías de desarrollo. Las ventajas de este modelo es que permite apoyos más amplios que los proyectos de inversión, al tiempo que se vinculan a la ejecución de políticas concretas que pueden ser seguidas por indicadores de resultados y adecuados mecanismos de evaluación. Aprovechar estas opciones implicaría además una mejor preparación de las políticas públicas, incrementando su calidad y su eficiencia a medio y largo plazo. Por otro lado, el uso de estos fondos requerirá de un nuevo mecanismo de gestión. Los mecanismos actuales son muy pesados y requieren de un adelanto por parte de las administraciones, adelanto que no siempre está disponible. Tal es así que la propia Comisión ha aligerado los mecanismos para este periodo de emergencia.

En conclusión, si la respuesta a la recesión del COVID-19 se va a basar en el presupuesto comunitario, tendremos que pensar mucho mejor en cómo ejecutar ese dinero, tanto en Bruselas -con nuevos mecanismos más ágiles y eficaces- como en los países -con una mejor preparación de políticas y propuestas. La experiencia hasta el momento indica que hay mucho margen de mejora.