Es esta una extraña crisis, que ha aterrizado en cada país incidiendo en las condiciones ya existentes en cada sociedad. El coronavirus 19, poco más que un agregado de moléculas autorreplicantes, es una mutación de un virus previo de la que apenas sabemos nada, pero que responde a un hecho evolutivo: una mutación aleatoria que, entre los miles de mutaciones aleatorias, ha tenido la suerte de encontrar un contexto en el que se puede, de momento, replicar sin límites. Este es el hecho biológico: un virus que tiene la capacidad de replicarse en el organismo de uno de los seres vivos más abundantes y con mayor nivel de interacción de todos los existentes en el planeta tierra. Fuera de valoraciones morales, políticas y económicas, esto es sencillamente lo que ocurre: la evolución se abre paso y no entiende de nada más. Prácticamente todos los países del planeta tienen contagiados, en aquellos donde la epidemia parecía controlada ha vuelto a aparecer con fuerza, como en Singapur o en Japón, y las cifras globales de casos conocidos no dejan de crecer. En estos momentos en los que se escriben estas líneas, estamos alrededor de los dos millones de casos conocidos, con países con un alto grado de infección, como España e Italia, y países con menor grado. La divergencia entre el grado de mortalidad de unos y otros países supone que existen fuertes diferencias de contexto: social, político o económico. El virus no entiende de políticas públicas y puede matar a las personas con especial debilidad, como los mayores, los afectados por enfermedades pulmonares, o con las defensas bajas, da igual la nacionalidad que esas personas tengan. Pero el enorme diferencial de muertes en unos y otros países señala que los contextos sociales, económicos y políticos son relevantes para entender la incidencia en unos países u otros.

Tenemos muchos candidatos para explicar la mayor incidencia en unos países frente a otros. Por enumerar: las sociedades urbanas, con alto grado de conectividad, alta densidad de población y con niveles de contaminación atmosférica mayor, podrían acelerar la incidencia del virus. También las sociedades donde el contacto físico es más habitual, como las mediterráneas, podrían facilitar el contagio. La existencia de una práctica social de prevención, sobre todo en aquellas sociedades que sufrieron epidemias parecidas en el pasado, puede suponer un factor de retardo. Si el aislamiento es la manera de “aplanar la curva”, parece lógico que las zonas con menor densidad de población tengan mejores resultados en el control que aquellas zonas con alta densidad, y si la cercanía personal es un vector de contagio, las sociedades que no se saludan dándose la mano, o besándose, tienen ventaja frente a las que no. De la misma manera, podríamos suponer que sociedades más envejecidas podrían ser más vulnerables que otras sociedades con menor edad media.

Las medidas de prevención y la rapidez en la respuesta podrían ser también un factor evidente de variación de la incidencia. Las medidas de control de las epidemias responden a los principios de proporcionalidad, y si esta proporcionalidad no está bien medida -se establecen medidas proporcionales a un contagio inferior al realmente existente- los resultados pueden ser catastróficos. La rapidez viene también acompañada por el nivel de exigencia de dichas medidas: se supone que la medida del grado de aislamiento sirve para evitar el avance de la epidemia, sobre todo cuando el nivel de cumplimiento de las medidas es alto o muy alto. También habría que revisar la situación de los sistemas de salud. En países donde los recursos sanitarios son insuficientes o deficientes, las probabilidades de verse desbordados por la realidad son mayores. Si un país tiene menos camas de hospital que otro, las posibilidades de que se vea desbordado parecen mayores. Si estos recursos no están adecuadamente dotados, o su gestión es insuficiente, puede ser también un factor de incremento de las muertes. Llegando al extremo, tendríamos que evaluar si la transparencia y rendición de cuentas de los gobiernos es un factor de extensión de la enfermedad: si aquellos países con instituciones sólidas, transparentes y democráticas han tenido mejor desempeño que los países con regímenes menos ejemplares, o si, por el contrario, el poco respeto de las libertades fundamentales es una ventaja en estas situaciones, al permitir sistemas de control y manejo de la población que nos pondrían los pelos de punta en las democracias occidentales.

¿Qué, de todo esto, es lo más relevante? Explicar esta variación de muertes requiere de un contraste de estas hipótesis que, a fecha de hoy, no tenemos completamente precisadas, y que, sin embargo, necesitamos perentoriamente discernir. No para clarificar responsabilidades políticas, sino para saber cómo mejorar y enfrentarnos a esta pandemia, que tardará en marchar de nuestro lado. El mejor método que tenemos para evaluar esta realidad es la investigación científica: qué factores inciden más, cómo podemos identificarlos, cómo podemos saber cuales son las diferencias y cuáles están a nuestro alcance para ser corregidas o mitigadas. Tenemos antecedentes de otras epidemias y pandemias, sin duda, pero no consta, hasta la fecha, ningún estudio exhaustivo sobre todos estos factores en relación con esta pandemia, que tiene sus propias características.

Algunas de las dificultades para analizar estos factores están directamente relacionadas con la realidad de que estamos viviendo la crisis en tiempo real, y no sabemos cuáles serán los resultados finales: no sabemos, a ciencia cierta, si habrá rebote en España, o si habrá una extensión dramática en países que hoy nos parecen ejemplares. De hecho, dado que lo que tenemos son registros y no análisis de campo -que requerirían la toma de muestras comparables y suficientemente representativas de la población- en realidad no tenemos tampoco los datos exactos del nivel de contagio existente. En otras palabras: el mejor método para examinar la incidencia de los diferentes factores en la mortalidad y extensión del COVID-19 es el método científico, que, hoy por hoy, y para ser digno de confianza, se enfrenta a serios obstáculos metodológicos pasar ser plenamente utilizado.

Mientras esto ocurre, la mayoría de las opiniones que se vierten son conjeturas, buena parte de ellas orientadas a asignar responsabilidades políticas -o a rehuir de ellas-, un debate sin más interés que el de rellenar nuestros ratos de asueto en estos días interminables y así activar a los parroquianos que, a falta de barra de bar o comida familiar en la que compartir sus invectivas, las vierten en las redes sociales jugando a ser especialistas en todo. Lo peor que nos podría pasar es que este debate políticamente interesado -para asignar o rehuir responsabilidades, insistamos en ello- enterrara la perentoria necesidad de analizar, desde los estándares aceptados por la comunidad científica internacional, el por qué de esta enorme varianza en las tasas de mortalidad entre unos países y otros. La ciencia no convencerá a los fanáticos, nunca lo ha hecho, ni es su función, pero frente a la pandemia, es lo mejor que tenemos.

Frente al oscurantismo y los intereses poco confesables, también.