En estos días, estoy comenzando a sentir una sensación de deja vu que me causa bastante angustia. Y ojo, no me refiero a las elecciones, aunque pudiera ser, sino a lo ocurrido a raíz de la sentencia de la llamada Manada de Manresa- De pronto, las calles y las redes sociales se inundan de gritos sororos  y bienintencionados de “no es abuso, es violación” o del consabido “yo sí te creo, hermana”, pero también se llenan de cuñados y pseudo juristas de todo a cien que creen saberlo todo de Derecho porque han estudiado en Twitter University, la universidad del pajarito azul cuyos exámenes se realizan en 280 caracteres. Junto a ellos, juristas con la mejor intención pedagógica tratando de explicar que en Derecho no todo es blanco ni es negro y que no hay que creer lo primero que se lee sin pararse a reflexionar nada más.

Pero empecemos por el principio. Tenemos una sentencia que condena a cinco de los siete acusados por el delito de abuso sexual a penas de 10 y 12 años de prisión. Unas penas que hay que admitir que son duras y que pueden encajar en el principio de proporcionalidad. Habida cuenta que la pena del homicidio puro y duro -esto es, sin la concurrencia de circunstancias que lo conviertan en asesinato- en nuestro código es de 10 a 15 años, observaremos que la pena se encuentra en el mismo tramo que la aplicable a atentados al más importante de los bienes jurídicos, la vida, ya que sin la vida no pueden existir los demás bienes a proteger. Así que la pena impuesta en concreto no puede tildarse en principio de suave, ni muchísimo menos. ¿Por qué, entonces, esa reacción furibunda contra su contenido? Pues por algo mucho más profundo que tal vez hasta hace poco habría pasado desapercibido.

Me estoy refiriendo al lenguaje. Pero no al lenguaje por una pejiguería que exija llamar a las cosas por su nombre por mera exquisitez, sino por mucho más. Se trata del lenguaje como medio de dar existencia a las cosas. Esa máxima de que lo que no se nombra no existe, tan denostada por algunos sectores pese a su claridad meridiana. Y con esa condena por abuso sexual se está transmitiendo que esa niña de catorce años no fue violada, por más que ella se sintiera así, sino abusada. Basta con leerlo para inferir un menor reproche. Porque el lenguaje nunca es inocente, aunque pueda parecerlo.

La clave, en el más estricto sentido jurídico, estriba en la existencia o no de intimidación. La intimidación es la fórmula mágica que transmuta el abuso en violación, del mismo modo que transmuta en robo el simple hurto. Lo curioso es que por más busquemos, no encontramos en todo el Código Penal un concepto legal de intimidación, eso que llamamos una “definición auténtica”. Tampoco puede pretenderse que defina todas y cada una de las palabras que emplea, ya que no podemos olvidar que un Código es, según su etimología un “conjunto de reglas o preceptos” y no un tratado ni una enciclopedia.

Si acudimos entonces al Diccionario de la Real Academia, éste nos dice que “intimidar” es “causar o infundir miedo, inhibir”. Y no cabe la menor duda que la víctima de este hecho se encontraba inhibida, cuanto menos, y que le habían causado e infundido miedo. Un miedo que puede deberse, como dijo el Tribunal Supremo en la sentencia de La Manada, a esa intimidación ambiental creada por unas circunstancias tales como las descritas en los hechos probados. Precisamente esa doctrina fue la que influyó en que el Ministerio Fiscal, una vez acabada la fase de prueba y en trámite de conclusiones definitivas, cambiara su calificación inicial por la de agresión sexual por la concurrencia de intimidación, es decir, por la de violación. Aprovecharé este momento para aclarar que ese cambio en la postura del Ministerio Fiscal no es nada extraño ni irregular, sino que responde a la naturaleza del proceso y sus garantías: una vez practicada la prueba, las partes deciden si mantienen o modifican las calificaciones provisionales con las que se inició el juicio.

Como decía, ninguna definición da el Código de intimidación, aunque la jurisprudencia sí ha tenido ocasión de pronunciarse en numerosas ocasiones, no solo respecto de este delito sino también de otros, como el caso del robo. Y, en unos y otros ha habido una evolución notable que responde a su naturaleza no estática, como la ley, sino dinámica. Hoy en día causarían sonrojo sentencias que exigían una resistencia heroica en la mujer para defender su honra, de modo que, si la jurisprudencia ha evolucionado desde sentencias como la del alfiler o la minifalda hasta nuestros días, nada obsta a que lo siga haciendo.

A este respecto, hay que apuntar que las reglas de interpretación generales, contenidas en el Código Civil -de aplicación subsidiaria a todos los ámbitos del Derecho- nos conminan a interpretar las normas según la realidad del tiempo en el que han de ser aplicadas. Pero, por si esto no fuera suficiente, el Convenio de Estambul, suscrito por España y de aplicación directa sin necesidad de trasposición, nos obliga a utilizar una herramienta utilísima, la perspectiva de género, que no consiste en otra cosa que en partir de las circunstancias de desigualdad existente para poder hacer justicia. Nada nuevo bajo el sol, que ya nos decían desde antiguo eso de tratar igual a lo igual y desigual a lo desigual. Y. por supuesto, nada que ver con las explicaciones simplistas de algunos sectores interesados, que insisten en que perspectiva de género es favorecer a las mujeres y odiar a los hombres.

No obstante, de lo que se trata es de mucho más que la mera aplicación del concepto de intimidación a la hora de tipificar los hechos. Hace referencia, una vez más, a las palabras. A cualquier persona se le revuelven las tripas al leer que una conducta tan tremendamente humillante se defina como “abuso”, porque da la idea de un uso excesivo, sin más, evocando aquellas frases que aluden a que se pueden usar las cosas pero no abusar de ellas. Y creo que es aquí donde realmente está el problema, en la idea de que el abuso es algo así como un primo de Zumosol del uso, al que se le ha ido la cosa de las manos. Si acudimos al origen etimológico, nos lo confirma, ya que “abuso”, etimológicamente, proviene del latín abusus, de “ab” = contra y “usus” = uso, o sea que significa un uso contrario al correcto o indicado. Por ejemplo, si un abuso de derecho es extralimitarse en el ejercicio del mismo, partiríamos de que hay un “uso” correcto respecto del que el abuso supone una extralimitación. Y, claro está, no hay ningún uso correcto de las mujeres ni de nuestros cuerpos.

Habría que preguntarse de dónde viene la elección de este término que, así analizado, resulta, cuando menos, inapropiado. Y ello nos llevaría a los orígenes de la regulación actual de los delitos sexuales.

En el Código del franquismo, el de 1944, y en sus textos revisado de 1963 y refundido de 1973, este tipo de delitos respondían a una concepción totalmente diferente: se denominaban delitos conta la honestidad y el bien jurídico protegido no era otro que la honra de las mujeres. La violación, por tanto, que existía como un gravísimo atentado a este bien jurídico, incluía entre sus modalidades de comisión la que se cometía cuando la mujer estaba “privada de sentido”, supuesto del cual nos explicaban como ejemplo típico el de la catalepsia; otro tanto ocurría cuando se abusaba de la enajenación de la víctima o cuando esta era menos de doce años, Cuando, por fin, llegó el Código Penal de la democracia, en 1995, se dio un profundo cambio a estos delitos, como no podía ser de otro modo, empezando por el bien jurídico protegido, que ya era, desde que fue reformado el texto de 1973 tras la entrada en vigor de la Constitución, la libertad sexual en lugar de la honestidad.

El sistema escogido respondía a un esquema totalmente distinto, y partía de la base de diferenciar los atentados sexuales entre agresión o abuso, según concurriera violencia o intimidación o no, y sin perjuicio de las agravaciones por circunstancias especiales como la edad. Este sistema evitaba deliberadamente los términos que antes se empleaban, como “violación”, “estupor” o “abusos deshonestos” pero pronto se vio que, así como los otros eran prescindibles, dejar de llamar “violación” a lo que era entendido socialmente como tal suponía un divorcio entre realidad y Derecho difícilmente asumible para un sistema democrático. Por eso se introdujo de nuevo, como de rondó, el término, al añadir al precepto que regula esas conductas que “será castigado, como reo de violación”. Se introducía de nuevo la palabra “violación” pero aparecía encajada como un cuerpo extraño en un sistema que no contaba en principio con ella, con lo cual el eje agresión/abuso acaba desdibujándose.

Así, y con la experiencia de que el divorcio entre el significado real y jurídico de las palabras no es demasiado recomendable, sobre todo cuando el significado gramatical está tan arraigado, convendría revisar cómo se usan. Y, en esta revisión estaría muy bien que el término “abuso” se sustituyera por otro que diera una idea tajante del reproche legal y social.

En este sentido, no habría objeción alguna en utilizar un mismo término para referirse a todos los atentados sexuales -faltos, en cuanto atentados, de consentimiento-. Ahora bien, lo que no se puede pretender es que todas las conductas se traten del mismo modo, porque no todas son iguales ni igualmente reprochables. Las exigencias de proporcionalidad no pueden pasarse por alto en un Derecho Penal democrático. Como tampoco la función de prevención general: si el delincuente sabe que sea cual sea la gravedad de su conducta, la sanción va a ser la misma, el efecto podría ser el contrario al pretendido.

En definitiva, no se trata de abogar por una reforma radical y urgente de todo el sistema punitivo en torno a la libertad sexual. Hay que recordar que, aun sin cambiar una coma, podrían darse interpretaciones diferentes, y eso con total cumplimiento de la norma. No obstante, sería positivo revisar la utilización de determinados términos para evitar ese divorcio entre realidad y Derecho. Al fin y al cabo, la Justicia, como dice la Constitución, emana del pueblo, y se administra en nombre de él.