Estos días hemos podido comprobar que España aún nos queda un amplio margen para ser un país libre de racismo, pero hace falta mucha pedagogía porque creo que la mayoría no somos muy conscientes.

No me estoy refiriendo a las personas abiertamente racistas, al tipo de gente de ultraderecha que no pierde la ocasión para atacar al inmigrante o hacer gala de su xenofobia incluso sin venir a cuento; estoy hablando de parte de la población en general.

En España, igual que en el resto de Europa, hemos crecido en una cultura racista y el problema es que lo tenemos tan interiorizado que incluso las personas que con seguridad no se consideran racistas, lo son. Como ocurre con el feminismo: no basta con querer ser feminista, que ya es un paso, lo ideal es haberle dedicado un tiempo mínimo a documentarse, so pena de acabar diciendo aquello de yo soy feminista, mi madre es la persona que más quiero y además tengo una hija y una hermana.

En estos días de Eurocopa, con el protagonismo de Lamine Yamal y Nico Williams, se ha puesto de manifiesto el “tono racista” que intento explicar.

El racismo cultural que acarreamos la gran mayoría de la población es el que nos ha llevado rápidamente a recordarle a Lamine su alteridad, es decir, su condición de “otro”, aunque haya sido para alabarle.

Lamine no es un Mena, pues, aunque es menor de edad, ni es extranjero, ni es “no acompañado”, que el chico tiene a sus padres. Pero, al ser un tema de actualidad, el debate ha salido a la palestra y hemos escuchado todo tipo de frases racistas, incluso de los que se consideran más progresistas de este país.

La semana pasada llegué a oír en el Congreso que quién va a coger los tomates de los invernaderos de Almería a 50 grados, si no lo hacen los inmigrantes.

Solemos oír que los necesitamos para hacer los trabajos que nadie quiere hacer.

Solemos contar su meritoria trayectoria de esfuerzo o la de sus padres como si tuvieran que justificar su presencia.

Solemos defender que de alguna forma nos son útiles, negando su derecho a la existencia como seres libres y autónomos con el deseo de ser lo que quieran ser.

No sé si es más hiriente el racismo directo o este paternalismo envuelto en una bondad indulgente que parece perdonarles por haber venido, incluso a personas que han nacido y vivido toda su vida en España, en el distrito 304 o en el que sea.

Creo que este tema merece una reflexión que empieza por abandonar el término tolerancia –como si cualquiera español necesitara ser tolerado por sus semejantes- para abrazar la convivencia sin distinción de origen, para simplemente reconocernos como iguales, sin más.

Podremos decir que España no es un país racista el día que del Lamine Yamal de turno solo se hable de su juego, de su fútbol, sin la mínima referencia a sus orígenes étnicos, ni siquiera o menos aún, para celebrar lo bien que nos viene que estén aquí.

Ana Cobo es diputada en el Congreso por Jaén y portavoz del Pacto de Toledo.