En un dramático giro, España se alza como el epicentro mundial del consumo de ansiolíticos y sedantes, un título desafortunado que proyecta sombras sobre la gestión de la salud mental en la nación. Este inquietante ascenso en la ingesta de psicotrópicos no solo desnuda una preocupante crisis de salud, sino que también ilumina la omnipresencia del modelo biomédico español y el impacto avasallador del poderoso lobby farmacéutico.

Para ser más precisos, según los datos más recientes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), España encabeza la lista en consumo de ansiolíticos y sedantes, con una tasa de prescripción que supera significativamente la media internacional. El consumo de estos medicamentos, que se usan para tratar la ansiedad, el insomnio y otros trastornos emocionales, ha aumentado un 57% entre 2008 y 2020, pasando de 55 a 91 dosis diarias por cada 1.000 habitantes. Esta cifra supera con creces la media europea, que se sitúa en 48 dosis. Estos datos, aunque preocupantes, no sorprenden del todo, ya que reflejan una tendencia constante en los últimos años. La fácil accesibilidad a estos fármacos y una cultura que prioriza la solución rápida a los problemas de salud mental han contribuido a esta situación alarmante.

Sin embargo, este fenómeno no puede entenderse únicamente como un problema de consumo desmedido, sino que está intrínsecamente ligado al modelo biomédico predominante en la práctica médica en España. Este enfoque, centrado principalmente en el tratamiento farmacológico de los síntomas, descuida otras dimensiones igualmente importantes para abordar la salud mental. La falta de atención a factores ambientales, sociales y psicológicos en el abordaje de los trastornos emocionales ha generado una dependencia excesiva de los psicofármacos como solución rápida y aparentemente efectiva.

El lobby farmacéutico, con su poder económico y político, ha desempeñado un papel significativo en la promoción y la influencia de esta cultura del consumo de medicamentos. Sus estrategias de marketing agresivas, la promoción de fármacos como la solución definitiva y la relación estrecha con los profesionales de la salud han contribuido a perpetuar esta tendencia.

La precaria situación de la Atención Primaria y la escasez de profesionales cualificados

Una de las consecuencias más preocupantes de este panorama es el deterioro de la Atención Primaria, el primer punto de contacto de los pacientes con el sistema de salud. La sobrecarga de trabajo, la falta de recursos y la escasez de profesionales cualificados en el ámbito de la salud mental en este nivel de atención han llevado a una derivación rápida hacia la prescripción de medicamentos en lugar de ofrecer alternativas terapéuticas más completas y personalizadas.

La respuesta a esta problemática va más allá de la simple reducción del consumo de ansiolíticos y sedantes. Se requiere una transformación profunda en el abordaje de la salud mental en España. Una de las medidas más urgentes y necesarias es el fortalecimiento de la Atención Primaria, dotándola de los recursos humanos y económicos necesarios para ofrecer una atención integral y multidisciplinar a los pacientes que presentan problemas leves de ansiedad, insomnio o trastornos emocionales.

La inclusión de profesionales de la psicología en la Atención Primaria es una demanda imperiosa que permitiría un enfoque más holístico y menos centrado en la farmacología. El acceso a terapias psicológicas, el acompañamiento emocional y la promoción de estrategias de afrontamiento sin depender únicamente de fármacos serían pasos fundamentales hacia una atención más efectiva y humana.

La cara oculta del modelo biomédico

El núcleo de esta cuestión radica en un paradigma asistencial que da primacía a la eficacia inmediata y aparente. El enfoque biomédico, focalizado en la farmacoterapia, descuida las aristas sociales, ambientales y psicológicas de la salud mental. En este frenesí, la receta se convierte en el recurso predilecto, desplazando hacia los márgenes otras terapias y enfoques más integrales y holísticos.

El modelo biomédico es el enfoque dominante de la salud y la enfermedad en la mayoría de los sistemas sanitarios occidentales. Se basa en la idea de que la salud se define por la ausencia de enfermedad, y que la enfermedad se explica por causas biológicas que se pueden diagnosticar y tratar mediante intervenciones médicas. Este modelo ha tenido grandes logros en el avance de la ciencia y la tecnología médicas, y en la mejora de la calidad y la esperanza de vida de muchas personas. Sin embargo, también presenta una serie de problemas y limitaciones que lo hacen insuficiente para abordar la complejidad de los fenómenos de salud y enfermedad.

Uno de los problemas del modelo biomédico es que es reduccionista, es decir, que reduce la salud y la enfermedad a sus componentes más simples, sin tener en cuenta la interacción entre ellos y el contexto en el que se producen. Así, el modelo biomédico ignora o minimiza los factores psicológicos, sociales y culturales que influyen en la salud y la enfermedad, tanto en su origen como en su evolución y tratamiento. Por ejemplo, el estrés, las emociones, las creencias, las actitudes, las relaciones, el estilo de vida, la educación, la pobreza, la discriminación, etc., son aspectos que pueden afectar a la salud y la enfermedad de forma positiva o negativa, y que requieren de una atención integral y multidisciplinar.

Otro problema del modelo biomédico es que es dualista, es decir, que establece una separación entre la mente y el cuerpo, y entre la salud física y la salud mental. Esta separación impide comprender la unidad e interdependencia entre los diferentes niveles de funcionamiento humano, y dificulta el abordaje de los problemas de salud que implican tanto aspectos físicos como mentales. Por ejemplo, las enfermedades crónicas, como la diabetes, la hipertensión, el cáncer, etc., tienen un impacto psicológico y emocional en las personas que las padecen y en sus familias, y requieren de un apoyo psicosocial adecuado.

Un tercer problema del modelo biomédico es que es individualista, es decir, que se centra en el individuo como el único responsable de su salud y su enfermedad, y que desatiende el papel de los determinantes sociales y ambientales de la salud. Esta visión implica una falta de atención a las desigualdades en salud que existen entre diferentes grupos sociales y territoriales, y que se relacionan con factores como el acceso a los recursos sanitarios, la calidad de la atención, la cobertura de la seguridad social, la exposición a riesgos laborales y ambientales, etc. Asimismo, a todo esto hay que añadir que como seres sociales que somos, cuando en un grupo (como puede ser la familia) se marca como paciente/enfermo mental a un individuo sin tener en cuenta cómo las relaciones de todo el grupo influyen en los síntomas que manifiesta. Este enfoque individualista tampoco tiene en cuenta las condiciones sociales, por lo que se diagnostican enfermedades como si fueran un problema individual, sin entender que a veces son la respuesta más adaptativa a un contexto socioeconómico determinado. Estas desigualdades generan inequidades en salud, es decir, diferencias injustas y evitables que afectan a la salud de las personas y de las poblaciones.

El enorme poder de la industria farmacéutica

Frente al modelo biomédico, existe otro enfoque que intenta superar sus problemas y limitaciones: el modelo biopsicosocial. Este modelo propone una visión holística e integradora de la salud y la enfermedad, que considera la interacción entre los factores biológicos, psicológicos y sociales que influyen en el proceso de salud-enfermedad. El modelo biopsicosocial reconoce la importancia de la prevención, la promoción y la educación para la salud, así como la participación activa de las personas y las comunidades en el cuidado de su salud. Además, el modelo biopsicosocial plantea la necesidad de una atención sanitaria multidisciplinar, que cuente con la colaboración de diferentes profesionales de la salud, como médicos, enfermeros, psicólogos, fisioterapeutas, trabajadores sociales, etc.

Sin embargo, a pesar de las ventajas y beneficios del modelo biopsicosocial, este no ha logrado sustituir al modelo biomédico, ni siquiera complementarlo de forma adecuada. Una de las razones que explican esta situación es el enorme poder que tiene la industria farmacéutica, que es uno de los sectores económicos más rentables y con mayor influencia política y social. La industria farmacéutica se beneficia del modelo biomédico, ya que este favorece el consumo de medicamentos como la principal forma de tratamiento de las enfermedades. De hecho, existe una metáfora que define a la perfección todo este embrollo: “La medicación es como una tirita; tapa pero no cura, elimina o tapa síntomas, pero no arregla lo que los causa”. 

Además, la industria farmacéutica ejerce una gran presión sobre los sistemas sanitarios, los profesionales de la salud, los medios de comunicación, las organizaciones de pacientes, los organismos reguladores, los gobiernos y la opinión pública, para defender sus intereses comerciales y mantener su posición dominante en el mercado.

La industria farmacéutica tiene un papel fundamental en el desarrollo de nuevos fármacos que pueden mejorar la salud y la calidad de vida de muchas personas. Sin embargo, también tiene una serie de prácticas cuestionables que pueden poner en riesgo la salud pública y la ética profesional. Algunas de estas prácticas son: la manipulación de los resultados de las investigaciones clínicas, la ocultación de los efectos adversos de los medicamentos, la publicidad engañosa y la promoción indebida de los productos, la fijación de precios abusivos y la creación de monopolios, la corrupción y el soborno de los agentes sanitarios, la interferencia en las políticas sanitarias y la legislación farmacéutica, la violación de los derechos de propiedad intelectual y el acceso a los medicamentos esenciales, etc.

Estas prácticas tienen consecuencias negativas para la salud de las personas y de las poblaciones, como el uso inadecuado e irracional de los medicamentos, la aparición de resistencias bacterianas y virales, la iatrogenia y la morbilidad inducida por los fármacos, el aumento del gasto sanitario y la inequidad en el acceso a los tratamientos, la pérdida de confianza y credibilidad en el sistema sanitario y en los profesionales de la salud, la vulneración de los derechos humanos y la justicia social, etc.

A todo ello hay que añadir una mirada más y que consiste en cuestionar si realmente los fármacos "curan" estos trastornos o simplemente manejan los síntomas. Los medicamentos pueden ser efectivos para reducir la severidad de los síntomas, pero no necesariamente abordan las causas subyacentes o los factores desencadenantes de los trastornos mentales. Además, la posibilidad de desarrollar dependencia a ciertos medicamentos psicotrópicos es una preocupación legítima, ya que puede llevar a un ciclo de uso crónico y dificultar la resolución de los problemas subyacentes.

Por todo ello, es necesario que se establezcan mecanismos de control y regulación de la industria farmacéutica, que garanticen la transparencia, la independencia, la calidad, la seguridad, la eficacia, la equidad y la ética en el ámbito de los medicamentos. Asimismo, es necesario que se promueva un cambio de paradigma en el enfoque de la salud y la enfermedad, que supere el modelo biomédico y que incorpore el modelo biopsicosocial, que ofrece una visión más amplia y completa de los factores que influyen en la salud de las personas y de las poblaciones.