“Soy jugador de fútbol, me dedico al fútbol, soy un profesional del balón, y creo que de lo único de lo que debería dedicarme a hablar es de temas deportivos y los temas políticos dejárselos a otras personas o entidades”. Con esta peculiar frase ha intentado Unai Simón, portero de la Selección Española, valorar las declaraciones de Kylan Mbappé, que horas antes se había plantado ante la ultraderecha francesa pidiendo a sus compatriotas, en especial a los jóvenes, votar en las próximas elecciones legislativas galas para evitar un gobierno de Marine Le Pen y su Agrupación Nacional. Dos discursos muy diferentes que ha revivido un debate perenne: ¿es posible, o incluso deseable, separar el fútbol de la política?
El fútbol, conocido como el deporte rey, es mucho más que un simple juego. Para millones de personas alrededor del mundo, es una pasión, una forma de vida, un lenguaje universal que trasciende fronteras. Sin embargo, existe una narrativa recurrente que intenta separar el fútbol de la política, promoviendo la idea de que el deporte debe mantenerse alejado de los asuntos políticos. Esta postura, aparentemente neutral, no solo es ingenua, sino que también es peligrosa. La equidistancia en este contexto no es una posición válida y reducir el fútbol a un mero entretenimiento es paradójicamente menospreciarlo.
Sostener que el fútbol debe permanecer apolítico es, en sí mismo, una postura política
La equidistancia, esa postura que pretende mantenerse neutral ante cualquier conflicto, a menudo se presenta como la solución más ética. Pero la realidad es que la equidistancia no siempre es una postura válida. Hay momentos en la historia y en la vida donde mantenerse al margen equivale a tomar partido por el status quo, por aquellos que se benefician de la inacción y el silencio. Porque en situaciones de desigualdad sistémica o de violaciones flagrantes de derechos humanos, no posicionarse equivale a consentir tácitamente esas injusticias. Así, sostener que el fútbol debe permanecer apolítico es, en sí mismo, una postura política.
Además, la equidistancia puede ser utilizada estratégicamente por aquellos en el poder para evitar responsabilidades y desviar la atención de sus acciones. Al promover una falsa equivalencia entre las partes en conflicto, se diluyen las diferencias morales y éticas fundamentales, y se oscurece la naturaleza de las injusticias.
El fútbol, como cualquier otra expresión cultural, es inherentemente político. Y es que, parafraseando a Aristóteles, el hombre es, por naturaleza, un animal político. Desde los cánticos en las gradas hasta las decisiones sobre qué países albergan los grandes torneos, cada aspecto del juego está impregnado de política. Porque si fútbol y política no van de la mano, qué narices pintó una Copa del Mundo en Qatar.
Los clubes son símbolos de identidades locales, regionales y nacionales, y los jugadores se convierten en embajadores de causas y comunidades. Ejemplos hay miles. Y si no, que Unai Simón intente explicar por qué el Athletic de Bilbao, su Athletic, juega solo con futbolistas vascos. Si todavía sigue pensando que el fútbol es solo fútbol, que se de una vuelta por las calles de Vallecas o Cádiz a ver si consigue entender los respectivos clubes sin el marcado carácter antifascista de su hinchada.
Asimismo, el fútbol también puede servir como una plataforma para dar voz a los marginados y oprimidos. En muchos países, los clubes de fútbol son más que simples organizaciones deportivas; son instituciones sociales que juegan un papel crucial en sus comunidades.
Argumentar que el fútbol debe reducirse a meros noventa minutos de juego es menospreciar su impacto y su potencial. Es lo mismo que decir que son 22 tíos corriendo detrás de una pelota. El fútbol en particular y el deporte en general tienen el poder de unir a las personas, de ser un vehículo para el cambio social y de reflejar las luchas de nuestra sociedad. ¿Cómo podemos olvidar los gestos antirracistas en los campos de juego o las campañas de los clubes en apoyo a los refugiados? Estos actos no son meras distracciones; son declaraciones poderosas que reconocen que el fútbol y la sociedad son inseparables. Ignorar esta realidad es ignorar la esencia misma del deporte.
Argumentar que el fútbol debe reducirse a meros noventa minutos de juego es menospreciar su impacto y su potencial
Ignorar la dimensión política del fútbol es ignorar las voces de aquellos que han utilizado este deporte como un escenario para la justicia social. Es olvidar que, en muchas ocasiones, el fútbol ha sido el catalizador para la conversación nacional e internacional sobre temas críticos. El fútbol no es ajeno al activismo y al cambio social. A lo largo de los años, ha servido como una plataforma poderosa para abordar y combatir problemas sociales. Los estadios se han convertido en escenarios donde se denuncian injusticias y se promueve la igualdad.
Los deportistas, como figuras públicas, tienen la responsabilidad de usar su voz para denunciar las injusticias. Cuando jugadores y entrenadores evitan hablar de estos temas bajo el pretexto de mantener el deporte apolítico, están eligiendo el lado del opresor. La neutralidad en tiempos de injusticia es una forma de tomar partido, y no del lado correcto de la historia.
En lugar de tratar de despolitizar el deporte, debemos abrazar su capacidad para influir positivamente en la sociedad. Los futbolistas, clubes y aficionados tienen la oportunidad de usar su pasión por el deporte para abogar por un mundo más justo y equitativo. Ignorar esta responsabilidad es menospreciar el poder transformador del fútbol y, en última instancia, fallar en reconocer su verdadero significado en nuestras vidas.
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