¿Fue cualquier tiempo pasado mejor? Se impone en el ensayo y la literatura una visión idílica de la situación económica y social de los años pasados, en la que los jóvenes podían acceder a un trabajo y a una vivienda con perspectivas de mejora a lo largo de su trayectoria vital, mientras que en la actualidad, la precariedad, las dificultades de acceso a la vivienda y la falta de perspectivas de futuro hacen deseable una vuelta al pasado. Se trata de un relato que viene además acompañado por una valoración moral de los usos y costumbres antiguos y modernos: el valor de la familia tradicional, las amistades reales frente a las virtuales, los pequeños placeres de la vida, como una mesa de amigos en un bar o en una parcela, las virtudes cotidianas como modelo de vida. Es, parafraseando al premio Nobel Robert Shiller, una narrativa económica que se ofrece como irresistible frente a las dificultades de la actualidad. El declive de la clase media occidental, la polarización generada en el mercado de trabajo por la tecnología -que prima el crecimiento de los empleos con bajos salarios y con altos salarios, y reduce los empleos con salarios medios- y las perspectivas económicas sombreadas por un bajo crecimiento, el envejecimiento de la población, y las amenazas de la tecnología y el cambio climático, hacen que hoy en día la mayoría de la población de los países desarrollados se muestren más asustados que esperanzados cuando piensan en el futuro.

¿Es posible retrotraerse en el tiempo para volver a los buenos viejos tiempos? Esos “buenos viejos tiempos” son muy difíciles de situar en el espacio y en el tiempo. Si hablamos de los treinta gloriosos, no estamos hablando de la vida de nuestros padres, sino más bien de la vida de nuestros abuelos. Si se trata de la vida de nuestros padres, debemos recordar que su vida profesional arrancó, en gran medida, en los estertores de la crisis económica de 1973 y las políticas neoliberales de Reagan y Thatcher. En cualquier caso, ese pasado idílico es un imaginario social que no se corresponde con ningún momento en particular, sino que es exactamente eso, un imaginario social. En el caso concreto de nuestro país, la situación es todavía más compleja de concretar. ¿Se vivía mejor en los 60, cuando cientos de miles de Españoles tuvieron que salir de nuestro país? ¿En los años 70, en medio de una transición política incierta, una crisis económica rampante, con una inflación en doble dígito? ¿En los años ochenta, que culminaron en una huelga general histórica tras años de reconversiones industriales? ¿En los años noventa, con el auge de las Empresas de Trabajo Temporal y una crisis económica que logró que el desempleo alcanzase el 25%? ¿O quizá en la década de los 2000, cuando comprar una vivienda era endeudarse de por vida? Es difícil saber a qué nos referimos exactamente. Si atendemos a los datos fríos, la comparación de cualquier estadística relativa a la calidad de vida en cualquiera de estas décadas con la actual no resiste la más mínima comparación: ni en renta per capita, ni en esperanza de vida, ni en formación, ni en desarrollo humano, ni en igualdad entre hombres y mujeres, ni en protección social, ni en seguridad ciudadana, ni siquiera en desarrollo social y económico en el mundo rural. Pese a los vaivenes de la crisis de 2008 y la actual crisis del coronavirus, en términos de largo plazo, España no ha dejado de progresar en las últimas décadas. España es hoy una democracia consolidada, con un alto estándar de calidad de vida, con una sociedad abierta y tolerante.  ¿Por qué entonces esta sensación de decadencia?

Como todas las narrativas, desmontarla a través de datos es prácticamente imposible, porque no se trata de un análisis frío, sino de una visión basada en sensaciones, sentimientos y percepciones, que en poco o nada se corresponden con los datos. Y sin embargo la percepción es real, porque una parte importante de la población se siente identificada con ella, pese a que España se encuentre, incluyendo todas las dificultades que podamos imaginar por la pandemia, la desigualdad, el desempleo o los desequilibrios macroeconómicos acumulados, bien lejos de los peores momentos vividos en los últimos 50 años. Los apocalípticos económicos, que magnifican cualquier revés, real o imaginario, han ayudado a ello. También el hecho de que el cerebro humano esté programado para fijarse más en los riesgos que en las oportunidades puede ayudar: las noticias negativas se distribuyen más y mejor que las noticias positivas. Quizá tengamos una tendencia a magnificar la decadencia española, que, si uno la estudia en detalle, nos llevaría a pensar que España lleva en decadencia poco menos que desde los Reyes Católicos. Cada país tiene sus propias narrativas y sus propios mitos. En nuestro caso, quizá haya llegado el momento de pensarnos de otro modo. En una obra reciente, Unexpected Prosperity (prosperidad inesperada), el economista español Oscar Calvo González defiende que quizá haya que repensar el proceso de desarrollo de la economía española, considerándolo como lo que es, uno de los pocos caso de éxito, conjuntamente con Corea del Sur y algún otro país asiático, en los que un país de renta medio baja se transforma, en pocas décadas, en uno de los países más desarrollados del mundo.

¿Quiere decir esto que no tenemos graves problemas? En absoluto: la desigualdad, la falta de oportunidades vitales, la dualidad del mercado laboral, o el bajo crecimiento de la productividad son problemas graves que requieren de políticas audaces. Pero la respuesta a estos retos no la encontraremos en el pasado. Sobre todo, porque ese pasado nunca existió, sino que es un collage de impresiones e ideas de diferentes momentos históricos en el tiempo y en el espacio: como Carlos Galván en 'El viaje a ninguna parte', hay un pasado idílico que añoramos y que nunca ocurrió. Dejarnos llevar por estos espejismos es un grave error que nos puede terminar pasando factura. Ojalá no lo hagamos.