Hace unos días, se hizo público un estudio de la Universidad de Wageningen, en los Países Bajos, en los que se analizaba el lenguaje de los discursos públicos en los últimos años, llegando a una conclusión que en realidad todos conocíamos ya: las emociones y la intuición están ganando la partida a la racionalidad y a los hechos. Es este el caldo de cultivo de la posverdad y de otras manipulaciones de la realidad con objetivos a veces políticos, a veces simplemente pecuniarios. Porque el problema de la posverdad, los bulos y las noticias fake no es que sean falsas, es que se encuentran con un público que se identifica emocionalmente con las mismas, gente que está deseando que sean verdad, porque contribuyen a su cosmovisión.

Explicó el ahora denostado Manuel Castells, que aparte de ser ministro de universidades, ha sido uno de los científicos sociales más exitosos de los últimos 40 años, que las noticias que confirman nuestros prejuicios avanzan por nuestros circuitos mentales a mucha más velocidad que aquellas que se enfrentan a las mismas o que las cuestionan, en la misma línea que planteó Kahneman en 'Pensar rápido, pensar despacio': nuestro pensamiento “rápido” circula por canales que están llenos de actos reflejos y de prejuicios sobre la realidad, mientras que el pensamiento reflexivo, “lento”, nos cuesta trabajo  porque implica asimilar conceptos elaborados. El cerebro humano no está programado para encontrar la verdad, sino para sobrevivir, y la supervivencia es cuestión de segundos.

Así, se instala de nuevo el recurso a las emociones, los significados y los sentidos para entender y comprender la realidad social. Un buen relato vale más que un millón de datos, porque un buen relato da significado automático y los datos hay que analizarlos y digerirlos. La ciencia social nos explica que cuando se muestran datos que contradicen los prejuicios de un grupo, la reacción habitual es desacreditar al que los presenta, no cuestionar los prejuicios. Así somos… en parte, afortunadamente. Steven Pinker acaba de presentar su último libro, 'Racionalidad', en el que cuestiona esta visión del ser humano, aduciendo que si la especie humana se basara únicamente en prejuicios y en sentimientos, no habríamos logrado los inmensos avances generados por la ciencia y la técnica. No habría habido evolución de la medicina, ni de la técnica, ni de las ciencias físicas.

Le toca ahora traspasar esa frontera a las ciencias sociales: afortunadamente, contamos cada vez con más datos que nos permiten conocer mejor y con mayor detalle la realidad social. Se han perfilado metodologías de campo que permiten afirmar que, cada vez más, las ciencias sociales se están convirtiendo en ciencias experimentales, a través de laboratorios del comportamiento, la elaboración de lo que se denominan pruebas de control aleatorio (o Randomized Control Trials) en los que podemos examinar los impactos de las decisiones públicas. La revolución del big data permite acceder a millones de datos que, bien utilizados, facilitan la resolución de complejos problemas sociales y económicos, y que han valido ya varios premios Nobel de economía.

Se puede afirmar sin lugar a dudas que hoy las ciencias sociales están más basadas en la evidencia que nunca, que manejan más datos que nunca y que ofrecen mejores resultados que nunca. Atrás quedaron las explicaciones elegantes de la realidad, ya fuera esta elegancia una elegancia formal, o una elegancia lingüística. Ahora lo que se impone es un método basado en la selección, recolección, tratamiento e interpretación de los abundantes datos de los que disponemos.

El acceso a los datos y a su tratamiento no queda como un privilegio de los científicos sociales, sino que afortunadamente personas como Hans Rosling (en Factfulness), Vaclav Smil (en Los números no mienten), Bergtrom y West (En Contra la Charlatanería) o Steven Novella (en Guía del Universo para escépticos) han dado herramientas sencillas, accesibles y útiles para que cualquier ciudadano con cierto interés pueda aprender las herramientas básicas para interpretar los datos y huir de los charlatanes.

¿Nos abren los datos y la evidencia la puerta a un mundo mejor? Debería ser así, pero no lo está siendo, o, al menos, no lo está siendo al nivel que pudiéramos esperar. Justo cuando más evidencia tenemos recogida sobre numerosos aspectos de la realidad, más está creciendo el desprecio por la misma en el concurso de la opinión pública. Es este un grave problema que debemos afrontar con franqueza y sin aspavientos. Tenemos un problema y es bueno reconocerlo.

En otro reciente libro, 'Framers', tres expertos en economía de la información señalan que, pese al notable incremento del procesamiento de datos, la responsabilidad y habilidad para construir un significado a los datos procesaros seguirá siendo tarea del ser humano. Esta será nuestra principal capacidad comparativa frente a la inteligencia artificial, y al mismo tiempo nuestro principal responsabilidad. Lo que sean esos marcos, para construirse sobre la base de los datos, o para obviarlos y seguir construyendo imaginarios sociales irreales o perniciosos, dependerá de nuestro discernimiento y nuestra capacidad de reflexión política, ética y social.

En definitiva, nos encontramos en un particular momento en el que, cuantos más datos y más evidencia tenemos, más se denuestan en favor de prosas ligeras y emotivas, que quieren, desde la literatura, competir con la ciencia social en la construcción de mejores sociedades. Los datos, únicamente, no nos darán un mundo mejor. Pero la literatura, por si misma, tampoco. Y es bueno que sepamos esto cuando nos encendemos con columnas bellamente escritas cuyo parecido con la realidad es, como dicen en las películas, mera coincidencia.