Entre los muchos temas que el gobierno se trae entre manos para terminar este complejo año, con los presupuestos ya embridados y con el primer tramo del Next Generation ya aprobado por la Comisión -el primer país que lo consigue-, el gobierno se enfrenta al avispero político más relevante, con permiso de la reforma laboral, que es la reforma del sistema de financiación autonómico. Una reforma necesaria que palie los efectos de un sistema construido sobre diferentes parches, que llevó hace más de diez años a una posición financiera insostenible que terminó con muchas comunidades autónomas al borde de la quiebra, la ley de estabilidad presupuestaria de 2012, que supuso una recentralización de la capacidad fiscal de los territorios a través de los mecanismos de supervisión generados para cumplir los compromisos de déficit público frente a las instituciones europeas, y que se ha ido completando a través de la puesta en marcha de diferentes mecanismos de compensación y apoyo, como el llamado Fondo COVID, o los diferentes encuentros y desencuentros para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española.

Es el sistema de financiación autonómica una negociación envenenada porque, con 18 actores clave -las 17 comunidades autónomas y el gobierno central- lo que ganen unos lo perderán otros. O bien el gobierno sigue cediendo competencias y financiación a las CCAA, o bien el criterio de reparto establecido hará que unas mejoren su financiación a costa de las demás. Si a esta situación añadimos la construcción de narrativas simbólicas como el “Espanya ens Roba”, o el más reciente “Sánchez nos Roba” proclamado en la Asamblea de Madrid, la situación para una negociación sosegada se complica. Se complica aún más cuando las comunidades autónomas de la llamada España Vaciada se unen para pedir más ingresos debido a la dispersión de su población, otras comunidades hablan de una situación financiera insostenible por la injusticia en los sistemas de reparto previos, o se apela a la cohesión territorial y social para garantizar el igual acceso a los recursos y servicios públicos con independencia de donde se viva.

La fórmula para combinar de manera justa todos estos elementos es muy complicada. Nos explicó John Rawls que la manera más justa de repartir una tarta es hacerlo sin saber qué trozo le va a tocar al que la reparte. El problema es que este “velo de la ignorancia” es imposible en la realidad y lo que puede ser justo para una comunidad rural y despoblada puede no serlo para una comunidad urbana y próspera, porque todas saben de antemano cuál va a ser el resultado efectivo de los criterios de reparto. Así que, sea cual sea el resultado final, habrá ganadores y perdedores, habrá quejas y habrá felicitaciones. Tampoco faltará quien se acuerde de las comunidades de régimen foral y sus conciertos, demandando que se integren en el sistema autonómico ordinario para eliminar sus “privilegios”. En definitiva, siempre habrá a quien echarle la culpa: las comunidades ricas, a la “España subvencionada”. Las comunidades pobres, a la falta de solidaridad de las ricas. Todas, a las comunidades forales, y estas, intentando no hacer demasiado ruido siempre y cuando no las sitúen en el centro de la diana. Todas demandarán al gobierno central más apoyo y más descentralización, incluyendo aquellas gobernadas por partidos que denuncian luego las duplicidades y solapamientos entre los diferentes niveles de gobierno y exigen una mayor racionalización del gasto público.

El debate está también envenenado porque la tentación a defender cada uno lo suyo sin atender al resultado global es demasiado alta. Siempre habrá quien reclame que aporta más de lo que recibe, como si esto fuera, en sí mismo, un agravio de algún tipo. Conviene no perder de vista nunca que no son los territorios, sino las personas, las que pagan impuestos, y no son los territorios, sino las personas, las que reciben las prestaciones y servicios públicos. El falso debate provocado en torno a las inversiones territorializadas de los Presupuestos Generales del Estado, que llena cada año páginas de comparativas estúpidas y absurdas -esas inversiones suponen apenas un 3% de los Presupuestos Generales- apuntan a una alta probabilidad de camisas desgarradas, agravios amplificados, palabras altisonantes y conspiraciones inventadas para acabar con uno u otro gobierno autonómico en función de la ansiedad de cada líder autonómico por la notoriedad nacional.

Y mientras todo esto está ocurriendo, y prácticamente todas las comunidades autónomas reclaman más recursos de la cesta común, muchos gobiernos autonómicos se precian de eliminar y rebajar impuestos cedidos, como el impuesto de patrimonio o el impuesto de sucesiones. En definitiva, que los recursos públicos que les sobran para bajar impuestos les faltan cuando hay que negociar las transferencias de la caja común. Al menos deberían ser conscientes de la incongruencia que supone reclamar más recursos provenientes del sistema de financiación autonómica, y al mismo tiempo, celebrar la eliminación de impuestos propios o de gestión delegada. Una práctica que podría acabar con esta incoherencia, que roza en algunos casos lo sonrojante, podría ser incorporar en los cálculos para la financiación de los servicios públicos de cada comunidad autónoma lo que se recaudaría con dichas figuras impositivas, y descontarlo de las transferencias autonómicas. Si un gobierno autonómico decide eliminar sus impuestos autonómicos, no debería luego poder reclamar un trato más favorable cuando se trata de repartir los recursos de todos. Le deseo a la ministra Montero y a su equipo negociador mucha, mucha paciencia en el proceso. Seguro que la van a necesitar.