Terminó la COP 26 en Glasgow con un sabor más agrio que dulce para la lucha contra el calentamiento global. Los pocos avances en materias sustantivas se han centrado en el compromiso en la reducción de emisiones de metano, la retirada de los vehículos de combustión interna en 2035, o el reconocimiento de la necesidad de retirar el apoyo y las inversiones sobre los combustibles fósiles y el carbón, aunque este último compromiso se ha visto muy diluido para facilitar que India aceptara el texto final. El método de trabajo de las cumbre tiende a avanzar en lo que en relaciones internacionales se llaman “coaliciones de los voluntariosos” (coalition of the willing) que incluye a los países más proactivos, pero que deja de lado convencer a aquellos que, por condiciones políticas, económicas o ideológicas, son más reacios a actuar. En definitiva, que cuando los acuerdos son ambiciosos, no son globales, y cuando son globales, no son ambiciosos.

No deberíamos desesperarnos por la lentitud de las negociaciones internacionales, sino con la lentitud del ritmo de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Para mantenernos en la senda de la cumbre de París, las emisiones globales de gases de efecto invernadero deben reducirse más de un 90%, lo cual significa que deberían reducirse alrededor de un 7% anual, cada año, hasta el año 2050. Los países más aventajados han logrado reducciones del 2% o el 3%, en otras palabras, tenemos que multiplicar por dos nuestra ambición climática. Y hacerlo, además, con un esfuerzo anticipado. Retrasar las iniciativas de reducción de emisiones sólo servirá para hacer el proceso más doloroso al tener que realizarlo en un menor plazo, con un impacto económico mayor, como ya demostró el reciente estudio de stress climático del Banco Central Europeo.

La Comisión Europea presentó este verano a una hoja de ruta que llevaba a que la Unión Europea realizara una reducción del 55% de las emisiones de aquí a 2030. Un esfuerzo loable que, acompañado por el potencial económico del Next Generation, supone que esta década va a ser una década absolutamente decisiva, por mucho que este primer año de la misma no haya sido el que esperábamos. Pero la Unión Europea sólo representa, a fecha de hoy, el 8% de las emisiones globales, por lo que, en buena medida, estamos en manos de países que ni tienen los mismos objetivos, ni están comprometidos. No falta quien piensa que la UE está cavando la tumba de su competitividad con estas medidas, y que sería recomendable olvidarse de la mitigación del cambio climático y prepararse para la adaptación, al tiempo que se mantiene la competitividad de nuestra industria y nuestro sistema económico. El mecanismo de ajuste en frontera, una suerte de “arancel de carbono” que ha sido presentado por la Comisión Europea, debería servir como freno a esta pérdida de competitividad, pero aunque pueda frentar las importaciones de productos intensivos en emisiones en el interior del mercado único, no va a prevenir a los productos y servicios europeos de perder competitividad cuando se trate de competir en otros mercados.

La solución no parece, por lo tanto sencilla. Tal es así que se ha vuelto a hablar con fuerza de la energía nuclear, algo a lo que España se ha negado en redondo. Francia ha anunciado una nueva ronda de expansión de este tipo de energía, que había sufrido un fuerte descrédito después del accidente de Fukushima en Japón, del que hace ahora 11 años. No todas las voces están en contra de usar la energía nuclear, por mucho que aunque no emita gases de efecto invernadero, tampoco sería justo considerarla como una energía limpia. El recurso al gas natural es un recurso temporal que puede servir para cumplir los objetivos de reducción de emisiones en 2030, pero, paradójicamente, puede dificultar el cumplimiento de los objetivos a 2050, pues la amortización de nuevas instalaciones y servicios basados en el gas natural es mucho mayor que los plazos que tenemos para lograr las emisiones.

La conclusión de este proceso: con los compromisos actuales, la tierra se calentará cerca de 3 grados en 2100, bien lejos de la zona segura y con un alto riesgo de desarrollar efectos no lineales que a fecha de hoy no somos capaces de valorar y, por lo tanto, de prepararnos frente a ellos.

¿Qué podemos hacer entonces? Decía Jesús Ibáñez que cuando algo es necesario e imposible, hay que cambiar las reglas del juego. En nuestro caso, ese cambio de reglas del juego debe llevarnos a intensificar la innovación y la I+D para la consecución de los objetivos climáticos. El protocolo de Montreal fue capaz de parar el deterioro de la capaz de ozono no por el notable compromiso de los países signatarios, sino porque la innovación logró ofrecer sustitutivos reales a los CFC sin generar una disrupción en la industria. Según la Agencia Internacional de la Energía, contamos ya con la tecnología necesaria para lograr una reducción de más del 50% de los Gases de Efecto Invernadero en 2030, pero todavía nos faltan tecnologías clave -como el almacenamiento de renovables o el uso del hidrógeno verde, o la más improbable tecnología de captura y almacenamiento de carbono- para lograr los objetivos de cero emisiones netas en 2050 sin sufrir importantes efectos económicos. Phillipe Aghion, un economista francés que más pronto que tarde recibirá el premio Nobel, insiste en que el modelo de innovación debe cambiar para facilitar la transición ecológica. Mariana Mazzucato ha establecido un marco para que los esfuerzos de la política industrial y la innovación se dirijan a cumplir con la misión de lograr estos avances, que en buena medida han sido asumidos por la Unión Europea. En el caso de España, la fundación COTEC acaba de presentar un informe sobre los incentivos a la innovación verde. Tenemos 29 años por delante para evitar sobrepasar unos límites que no sabemos exactamente a dónde nos van a llevar, con una meta volante dentro de 9. La innovación en sostenibilidad es esencial para lograr estos objetivos, porque con lo que tenemos ahora, no vamos a llegar.