El pasado 17 de octubre, como cada año, la Organización de las Naciones Unidas conmemora el día internacional por la erradicación de la pobreza, una cita que se proclamó en 1992, y que ha ido ganando peso en las últimas décadas a la luz de la puesta en marcha, en el año 2000, de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, y en el año 2015 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Según la Organización de las Naciones Unidas, en nuestro planeta viven 780 millones de personas por debajo de la línea de pobreza absoluta -1,90 dólares norteamericanos de 2011- lo cual representa alrededor del 9% de la población mundial.

La cifra, siendo todavía escalofriante, debe entenderse en su contexto histórico. De acuerdo con los datos del Banco Mundial, desde ese año 1992 y hasta el año 2018, el porcentaje de población mundial que vive por debajo de ese mínimo umbral ha caído desde el 35,1% de la población hasta el 8%, con un repunte este último año debido a la crisis de la pandemia de la COVID-19. En otras palabras, estas caída de la pobreza mundial debe entenderse como un éxito global sin paliativos: nunca hubo, en la historia de la humanidad, un porcentaje tan bajo de personas viviendo en pobreza extrema. Estos datos, siendo positivos, esconden algunos matices que convienen ponerse encima de la mesa antes de glosar de manera acrítica las bondades de la globalización neoliberal.

En primer lugar, aunque las cifras vinculadas a la pobreza extrema ofrecen un progreso espectacular, según situamos la línea de pobreza en otros niveles, las cosas cambian. Persisten hoy, en el mundo, un 43,5% de la población que vive con menos de 5 dólares al día, una cifra que se ha reducido desde el 62% de 1992, pero cuyo ritmo de reducción ha sido notablemente menor. En otras palabras, tenemos muchos menos pobres extremos, pero si elevamos el nivel de exigencia en materia de línea de pobreza, nos encontramos con cifras mucho más abultadas.

En segundo lugar, la mayoría de la reducción de la pobreza se ha producido en Asia, principal beneficiaria de las políticas de apertura comercial y de deslocalización industrial de los países desarrollados. El milagro asiático, incluyendo a China, ha logrado reducir en gran medida las tasas de pobreza del continente, que se sitúa ahora mismo por debajo del 2,5% de la población del sudeste asiático, aunque se eleva hasta el 12% en Asia del Sur (fundamentalmente en India). Por el contrario, la reducción de la pobreza en el África subsahariana ha sido mucho menos contundente: persisten en la región más de 400 millones de pobres extremos, el 43% de su población. Más de la mitad de las personas por debajo del nivel de la pobreza viven en África, una de las zonas que menos se ha beneficiado de la reconfiguración de la economía internacional.

En tercer lugar, la reducción de la pobreza ha logrado reducir la desigualdad mundial, sobre todo cuando se mide entre países, pero ha incrementado la desigualdad dentro de los países. De acuerdo con el experto mundial en desigualdad Branko Milanovic, las ventajas de la apertura internacional se han concentrado en las clases medio-bajas de los países emergentes y en las clases altas de los países desarrollados, mientras que, en los últimos años, las clases trabajadoras han visto sus niveles de renta estancados. El resultado de este ejercicio es que, tal y como señala Oxfam en sus informes, un 1% de la población mundial mantiene más del doble de la riqueza que tienen cerca de 7000 millones de personas. Los problemas asociados a la desigualdad van más allá de los aspectos estrictamente humanitarios y muestran sus efectos en numerosas dimensiones no sólo sociales, sino también económicas. Según un estudio de Ostry, Lougani y Berg, economistas del Fondo Monetario Internacional, la distribución de la renta es el factor más importante para explicar períodos prolongados de crecimiento económico: a mayor desigualdad, menor probabilidad de que las fases de crecimiento económico se sostengan en el tiempo.

En definitiva: debemos alegrarnos y felicitarnos por la reducción del porcentaje de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza extrema, pues es, efectivamente, un logro sin precedentes en la historia de la humanidad. Pero esta buena noticia no debe hacernos olvidar que grandes sectores de la población se mantienen fuera de los circuitos económicos mundiales, sin tener oportunidades para mejorar su situación, particularmente en África. Tampoco debemos olvidar que cuanto elevamos un poco el umbral por el que medimos la pobreza, la cifra de pobres se multiplica por cuatro, y que, además, lo hace en un contexto de creciente desigualdad dentro de los países, con los riesgos políticos, económicos y sociales que esta desigualdad trae consigo. Los tremendamente desiguales efectos de las políticas contra la pandemia, y la desigualdad de acceso a la vacunación, puede hacer que las cifras se reviertan y perdamos hasta una década en la lucha contra la pobreza y la desigualdad internacional, con más de 100 millones de personas que han vuelvo a caer en la pobreza. Por esto mismo, sigue siendo necesario mantener una política activa de cooperación internacional para el desarrollo y de apertura comercial, dos de las medidas que más y mejor pueden hacer por mejorar las condiciones de vida de millones de personas en el mundo. No hacerlo no sólo es insolidario, sino miope y suicida, por mucho patriotismo barato en el que nos envolvamos cuando decimos que los españoles (o los franceses, o los europeos, rellene según su procedencia y gustos) primero.