Si hoy preguntásemos a la ciudadanía sobre las perspectivas económicas para 2022, seguramente, buena parte de la población expondría importantes dudas sobre el futuro de nuestra prosperidad. El crecimiento de la inflación, los altos precios energéticos y la desaceleración de una recuperación económica que se esperaba más vigorosa harían sombra, sin duda, a los buenos datos de empleo, que se sitúan en términos históricos, con niveles de actividad previos a las dos crisis, y con un mes de octubre que, tras más de 40 años, ha creado empleo. El índice de confianza del consumidor se sitúa todavía en niveles altos, pero, sin embargo, se está instalando en la opinión pública la idea de que las cosas van mal. Así, el índice de confianza empresarial para el cuatro trimestre de 2021 señala un ligero empeoramiento, algo que no ocurría desde marzo de 2020.

No es un tema baladí: las expectativas de los agentes económicos son esenciales para entender las decisiones de inversión y consumo. Y hoy sabemos que esas expectativas dependen más de sensaciones y percepciones que de datos económicos sólidos. Todas las previsiones señalan que España será una de las economías que más crecerá en 2022, y también existe un consenso generalizado en que el pico de inflación que vivimos se moderará a lo largo de 2022, de manera que, de momento, el Banco Central Europeo no va a modificar sustancialmente su política monetaria, un ancla que permitirá a nuestra deuda pública seguir respirando tranquila al menos un año más. La evolución de nuestra prima de riesgo así parece señalarlo, pues sigue situándose en niveles que, sin estar en los mínimos históricos, se sitúan bien por debajo de los 70 puntos básicos. Nuestra balanza por cuenta corriente sigue respondiendo bien y, pese a las dificultades, la actividad industrial y de servicios sigue en fase de expansión de acuerdo con el índice PMI del Markit Institute.

Dos son lo motivos que deben preocupar: en primer lugar, el retardo en la implementación de los fondos europeos, a los que se fiaba gran parte de la inversión pública en 2021, y que se ha quedado bien lejos de las expectativas iniciales, quizá debido al exceso de prudencia por parte de las administraciones, que han esperado a que todo estuviera “atado y bien atado” antes de comenzar a ejecutar el primer euro. El resultado es que la inversión pública prevista a través de Next Generation debería haber sido de alrededor de un 2% del PIB, pero se va a quedar, en el mejor de los casos, alrededor del 0,5%. Es decir: la ausencia de ejecución del Plan de Recuperación podría explicar gran parte del diferencial existente entre las previsiones y los resultados realmente efectivos.

En segundo lugar, la generación de cuellos de botella en los suministros mundiales está ensombreciendo las perspectivas globales, pero frente a los apocalípticos que indican un colapso inminente de la economía mundial, gran parte de los indicadores parecen señalar a una dificultad pasajera que se podría recuperar a lo largo de 2022. Es este fenómeno un aspecto que se debe seguir con atención, pero que parece, de nuevo, ser transitorio. Si se consolida este bloqueo en las cadenas de suministro globales, efectivamente la economía mundial podría pasar por dificultades, pero hoy por hoy es demasiado pronto para extraer conclusiones catastrofistas.

En definitiva, nuestra situación dista de ser perfecta, y hay varios aspectos que indican  vulnerabilidades, pero la evolución del año y las perspectivas del año 2022 están muy lejos de ser catastróficas. Por eso sorprende negativamente la insistencia de algunos sectores en desacreditar sistemáticamente la política económica, hasta puntos que rayan la conspiranoia o la burda manipulación, como la estupidez de señalar que el Gobierno quiere acabar con el PIB porque el indicador no le es favorable, cuando la reflexión sobre la búsqueda de nuevos indicadores que midan mejor el desempeño económico y social es una tendencia global en la que participan organizaciones como la OCDE, la propia Comisión Europea, o el mismo Banco Mundial, o los titulares a cuatro columnas apuntando a que España está en camino de la quiebra, o las columnas de opinión indicando que el Plan de Recuperación no pasaría el corte de la Comisión Europea.

En economía, ser apocalíptico sale a cuenta. Se castiga mucho más a quien se equivoca en las previsiones al alza que a quien se equivoca en las previsiones a la baja, que nunca es castigado. Como en el caso de las previsiones atmosféricas, el preferible avisar lluvia: si llueve, todo el mundo estará preparado. Si no llueve, todo el mundo lo considerará una buena noticia. Los economistas aprendieron de la crisis de 2008 que, frente a la duda, es mejor ser pesimista. Sin embargo, la pléyade de apocalípticos económicos que se ha instalado en la opinión pública española están haciendo un ejercicio que no sólo no se corresponde con la realidad, sino que es éticamente reprobable y económicamente pernicioso, pues no tiene más objetivo que hacer real la profecía autocumplida de que cuando los agentes económicos creen que las cosas van mal, terminan yendo efectivamente mal.

No falta espacio de crítica en la política económica de 2021, porque efectivamente se han cometido errores. El principal, que ha sido referido en esta misma columna a lo largo de todo el año, ha sido la pereza en establecer estímulos fiscales que apuntalaran el crecimiento en el primer y segundo trimestre del año, y la fe en que durante 2021 seríamos capaces de diseñar, planificar, y ejecutar buena parte del plan de recuperación, cuando todo indicaba que esta ejecución va a llevar más tiempo. Pero estos errores se deben a una posición demasiado conservadora, no a una posición demasiado arriesgada. Salvados estos errores, que pueden habernos costado algún punto de crecimiento, y poniendo la mirada en la agenda de reformas económicas a la que nos hemos comprometido, las perspectivas para 2022, con en plan de recuperación funcionando a pleno rendimiento, y con la inflación volviendo a niveles razonables, son buenas. Y esto es lo que preocupa a buena parte de los apocalípticos, cuyo único interés es en profundizar en el cuanto peor, mejor. Como diría Mariano Rajoy, “Cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político” Nadie lo entendió, pero todo el mundo supo bien qué quería decir.