Es esta una crisis extraña, y en nuestro país más. En primer lugar, porque es muy difícil establecer una política económica para una economía que no depende únicamente de sus dinámicas internas, sino de la evolución de una pandemia que no podemos prever totalmente, sujetos como estamos a la aparición de nuevas olas y nuevas variantes, que hacen que las decisiones tomadas ayer dejen de ser efectivas unas semanas después. La evolución de los indicadores económicos tampoco ha acompañado, pues las caídas del año 2020 se han visto reflejadas, como un espejo, en tasas anuales inconcebibles en condiciones normales, o que habíamos olvidado tras los años de la gran moderación entre mediados de los noventa y el año 2008.

Pero la extrañeza o dificultad para analizar algunas de las cosas que nos pasan -por ejemplo, con la notable inflación en un contexto de output gap negativo, o la falta de concordancia entre los niveles récord de empleo y recaudación y la evolución del PIB, por debajo de lo esperado- no nos deben hacer dimitir de la responsabilidad de estudiar lo que está ocurriendo y de intentar comprenderlo, para así mejor ajustar nuestras expectativas y la política económica, a sabiendas del nivel de incertidumbre que vivimos.

Por eso mismo, porque no hay una hoja de ruta muy clara, la tentación de adherirse a dogmas y esquemas que, si bien no añaden nada, nos permiten mantenernos en la conversación, es cuanto menos, alta. Pero hay que resistirse a ella. Evaluar la política económica de la recuperación postcovid es una tarea compleja y no se puede despachar con cuatro improperios maquillados de datos. Necesitamos una revisión sincera si no queremos caer en un triunfalismo injustificado o en una crítica sin fundamento. Y para ello nada mejor que utilizar los datos.

Y los datos son que España inició el año 2021 con la previsión de un crecimiento robusto, a la cabeza de la eurozona, y va a terminar el año con una revisión del crecimiento de alrededor de dos puntos por debajo de lo previsto. Dos puntos. No medio punto ni unas décimas. Se puede argumentar que la histéresis hizo aparición y que la caída de 2020 fue mayor que en otras economías y que por eso España tarda más en recuperarse. Es plausible. Se puede argumentar que la caída del turismo internacional ha sido mayor de la estimada. También es plausible. Y también es plausible preguntarse si, viendo empeorar las condiciones, España debía mantener su timón fijo o si bien se debería haber modulado la política económica. Hay quien opina que el timón fijo era la respuesta. Hay quienes pensamos que el empeoramiento de la primera parte del año merecía una modulación de la respuesta de política económica. Estando ambos grupos de acuerdo en que la respuesta que se ofreció en 2020 era la necesaria, el desacuerdo ha surgido en cómo se ha gestionado este año. ¿Debía España haber incrementado los estímulos a lo largo de 2021 a la luz de la desaceleración de la recuperación? ¿Debía haber mantenido el mismo nivel de estímulos?

Cuando empezamos a diseñar el ejercicio 2021, esperábamos un crecimiento más fuerte, entre otras cosas por el efecto de los fondos europeos, que el propio gobierno estimó en 2,5% del PIB. No fueron estimaciones de keynesianos trasnochados, sino del propio gobierno, como se puede comprobar fácilmente aquí y como fue corroborado por la Comisión Europea aquí. Las dificultades de implementación de los fondos, ninguna de ellas atribuible al gobierno de España, que ha realizado hasta el momento una gestión modélica -fue de los primeros planes en aprobarse y el primer país en recibir el primer tramo de financiación- ha frenado la inversión pública que se iba a realizar con cargo a los mismos. En los presupuestos generales del Estado de 2021 se presupuestaron 22.500 millones de euros de inversiones públicas adicionales, de los cuales sólo 1200 millones eran presupuesto ordinario, siendo el resto correspondientes a los fondos Next Generation, un instrumento que no está pensado como instrumento anticíclico, sino como un mecanismo de inversión vinculado a reformas de largo plazo. En otras palabras: la inversión pública adicional destinada a estimular la economía, descontando los Next Generation, suponía únicamente un 0,1% del PIB. Datos de los Presupuestos Generales del Estado que se pueden confirmar aquí. Mucho o poco, la pregunta que debemos hacernos es si la respuesta basada en el sostenimiento de rentas -una política notoria, canalizada a través de los ERTE y otras figuras- ha sido suficiente para mantener las previsiones de crecimiento que se presentaron en el marco presupuestario para 2021. Los datos nos dicen que NO y la respuesta no hay que buscarla en arcanos mecanismos: hay 21.000 millones de euros que previsiblemente iban a generar 2,5 puntos de PIB de crecimiento adicional cuya ejecución ha sido mucho más limitada de lo esperado, un riesgo del que ya advirtió la AIRef en octubre de 2020 y el Banco de España en Diciembre de 2020. La conclusión es que España recuperará la senda previa de crecimiento en 2023, cuando los planes eran hacerlo en 2022. ¿Debía haber reaccionado España a esta limitada ejecución y a estas recaídas pandémicas, ampliando los estímulos propios? ¿Qué nivel de estímulos necesita una economía que tiene un output gap negativo de más de un 5%? Esa es justo la pregunta que debemos contestar, sin apriorismos y sin levantar la voz, porque ya no estamos en tiempos de bocinazos y algo de humildad deberíamos haber aprendido los economistas de la gestión de la anterior crisis. Y no se trata de gastar más o mejor. A juicio de los datos contenidos en los análisis del Fondo Monetario Internacional, no sabemos si hemos gastado mejor, lo que sí sabemos es que hemos gastado menos que el promedio de los países avanzados, en un año en el que teníamos las reglas de estabilidad fiscal de la Unión Europea suspendidas, un año en el que los estímulos aislados en el tiempo (en lo que los economistas llamamos one-off) no sólo habían sido permitidos, sino sugeridos por las instituciones internacionales, evitando, eso sí, que se convirtieran en gasto estructural. ¿Más o mejor entonces? Quien escribe estas líneas está convencido de que cuando ejecutemos los fondos europeos podremos evaluar su impacto a través de los canales de transmisión de la política fiscal y analizar si hay que gastar más o mejor. Afortunadamente, podremos contar en ese momento con la AIReF y su equipo de evaluación del gasto público, recientemente fortalecido. Pero lo que no se ha realizado no se puede evaluar y esto no es ideología, es sentido común.

España está creciendo a buen ritmo, el empleo está en niveles de récord, las previsiones para el año 2022 son buenas, y de momento parece que ni la inflación está generando una espiral sin control ni la prima de riesgo se despega de las cifras que esperamos. En otras palabras, la economía española se mueve dentro de parámetros positivos y eso es, también, responsabilidad de la política económica que se ha seguido. Quedan ahora los retos de la buena ejecución de los fondos europeos, el seguimiento de un cuadro de consolidación fiscal creíble (como el que se ha presentado) y, sobre todo, la puesta en marcha de las reformas previstas, que es donde España se juega su futuro. Retos todos ellos que serán motivo de mucho análisis en las próximas semanas. ¿Por qué detenerse, entonces, a debatir sobre lo que deberíamos haber hecho?: para aprender. Si la respuesta a la crisis de 2020 ha sido diferente a la que vivimos en 2008 es precisamente porque entre todos hemos analizado y reconocido los errores que cometimos entonces, unos antes que otros, eso sí. Puede que para que podamos analizar detenidamente esta extraña crisis, tengamos que esperar a tener toda la información consolidada, y para eso falten unos meses, quizá años. Pero no perdamos entonces la sana costumbre de revisar críticamente qué nos está ocurriendo, y así podremos mejorar nuestra respuesta en el futuro.