Conviene estar alerta, pero no sacar conclusiones precipitadas. Ni los catalanes han dejado de ser abrumadoramente catalanistas porque Jordi Pujol haya robado, ni los españoles dejarán de ser mayoritariamente ‘transicionistas’ porque uno de los principales arquitectos de la Transición se haya deshonrado a sí mismo y a la Corona rapiñando decenas de millones en oscuras transacciones urdidas en connivencia con algún sátrapa oriental amigo suyo.

El legado político de Pujol está intacto, aunque la memoria de su persona haya sido desterrada de los hogares nacionalistas como destierran los hijos la del padre que ha traicionado las enseñanzas que les inculcó y engañado a quienes durante tantos años le habían tenido en un altar.

No está ni mucho menos intacto, en cambio, el legado de Juan Carlos I: en Cataluña, las pulsiones antimonárquicas –en realidad, antiestatales, pues serían igualmente antirrepublicanas con una república inspirada en los mismos principios democráticos que la actual monarquía– han adquirido fuerza inusitada en los últimos años, mientras que en el resto del país amplias capas de jóvenes, votantes sobre todo de Unidas Podemos pero también del PSOE, han cortado tal vez para siempre el hilo emocional que unió a sus padres con la monarquía constitucional.

Monárquicos… con muchas comillas

A grandes rasgos, el país sigue siendo mayoritariamente monárquico, pero de muy distinta –y aun opuesta– manera a como lo era en los años 30, cuando la monarquía encarnaba los valores más rancios y antimodernos de la torturada tradición frentista del país, desangrado a lo largo del siglo XIX en sucesivas guerras civiles en las que, con otros nombres, siempre estuvo en juego lo mismo que en 1931, en 1936 o en 1978.

En el 39, aquella guerra interminable que había durado no tres años sino más bien 130 la ganaron los monárquicos, aunque quien ocupara finalmente el trono fuera no un vástago legítimo de la casa de Borbón, sino un usurpador llamado Francisco Franco.

1978 fue una victoria republicana con apariencia de triunfo monárquico. En 1978 ganó la España que había sido derrotada 39 años antes. La Transición fue una victoria en toda regla de la democracia con la apariencia de un empate con la dictadura.

La gran ventaja de la Transición, que no excluyó a la España que había sido franquista hasta un minuto antes, como sí había hecho infortunadamente la República con la España que había sido monárquica hasta el 14 de abril del 31 y lo seguiría siendo hasta el 1 de abril de 1939... pero ni un minuto más; su notoria desventaja, que si bien edificó las nuevas instituciones con buena piedra extraída de las canteras democráticas europeas, reutilizó sin complejos no pocos de los carcomidos sillares que sostenían la fábrica franquista.

Virtudes públicas, ¿pecados privados?

Una evaluación política e intelectualmente honesta del 78 no puede excluir a Juan Carlos, cuyos pecados que él considera meramente privados no tendrían por qué desmerecer sus virtudes públicas. Su marcha de España, que conocimos ayer con menos indignación que alivio, es la prueba incontestable de hasta qué punto el rey emérito está equivocado al pretender circunscribir al ámbito privado sus manejos financieros.

Es pronto para saber qué significado y alcance exactos tiene esa salida al extranjero que Pablo Iglesias, anteponiendo de nuevo el papel de líder de tres millones de votantes al de vicepresidente de 47 millones de españoles, se apresuró a calificar de “huida” y de “actitud indigna”. Y puede que lo sea, pero aún no lo sabemos, como tampoco lo sabe el vicepresidente del Gobierno.

La salida de España de Juan Carlos será huida y será indigna si lo es para escapar de la acción de la justicia o para eludir el control parlamentario que las Cortes tienen derecho a ejercer sobre él si así lo estiman conveniente. Mientras tanto, dejémoslo en que se trata de una medida profiláctica que libera tempooralmente a la Casa Real del peso muerto que es el rey emérito.

El exilio del rey solo sería humanamente digno e institucionalmente aceptable si se tratara de un paréntesis, de un destino provisional desde el que Juan Carlos se limitaría esperar las órdenes, requerimientos o peticiones que le llegaran provenientes del Estado de derecho que él mismo contribuyó a levantar en 1978 y defender en 1981: un legado político –lo único que le queda– cuyos preceptos acabaría definitivamente de traicionar si aprovechara su estancia en el extranjero para sustraerse a ellos.

A su vez, la justicia, ya bajo sospecha para demasiada gente, no puede vacilar un segundo en la investigación y persecución de los delitos que el rey pudiera haber cometido. Cualquier titubeo de la magistratura puede tener consecuencias letales para ella misma y para el propio Estado nacido en el 78.

¿Qué hacer?

Por lo demás, ¿tiene el rey emérito alguna posibilidad efectiva de redimirse? ¿Qué penitencia sería la adecuada? ¿Regularizar su situación fiscal pagando a Hacienda cuanto esta le exija pagar en cumplimiento la ley?

Como solían hacer antaño los caballeros que habían pecado gravemente contra Dios y contra el mundo, ¿debe Juan Carlos I deshacerse de su fortuna repartiéndola entre los pobres, aunque reservándose unos miles de euros para pasar sin apuros sus últimos años en un retiro no lujoso pero sí digno, en caso de salir bien parado la investigación judicial?

¿Debe sentarse de buen grado en el banquillo si así lo determina la justicia? ¿Debe, acaso, quitarse la vida para evitarle a la Corona el oprobio de ver procesado por delito fiscal o blanqueo de capitales a quien la restauró, como también solían hacer aquellos caballeros de cuya noble estirpe proceden los reyes de hoy en día?

Preguntas importantes no tanto por lo que su respuesta ataña al propio Juan Carlos personalmente como por lo que atañe a todo lo demás, justamente a todo lo demás: a su familia, a su estirpe, a su legado, a la quietud del país, al buen nombre de la Transición. En fin, a todos nosotros.