2016. La hija de 6 años de Cayetana Álvarez de Toledo, al ver la cabalgata del día de Reyes en Madrid, sin camellos ni túnicas orientales: “Mamá, el traje de Gaspar no es de verdad”. La respuesta de la diputada del PP: “No te lo perdonaré jamás, Manuel Carmena. Jamás.

2020. Mis hijas de 27 y 29 años, tras anunciar esta semana la Fiscalía una investigación penal sobre el rey emérito por blanqueo de capitales y delito fiscal: “Papá, te lo dijimos: la monarquía es una estafa”. La respuesta de papá es este artículo: “No te lo perdonaré jamás, Juan Carlos I. Jamás”.

¿Una juventud monárquica?

Para quienes fuimos jóvenes en los inicios de la Transición, el rey Juan Carlos fue durante mucho tiempo nuestro héroe por haber hecho dos cosas importantes, tan importantes que de algún modo hacían olvidar tres siglos de malos Borbones desde la muerte de Carlos III: traicionar a Franco cuando se murió en 1975 y desactivar a Tejero cuando asaltó el Congreso en 1981.

La juventud suele ser más bien republicana, pero la nuestra fue monárquica porque tuvimos un rey que siempre pareció más republicano que monárquico. Fornicaba como un Borbón, desde luego, pero reinaba -creíamos- como un hombre honrado; siempre le perdonamos sus adulterios, pero nunca le perdonaremos sus latrocinios. Como nunca le perdonaremos nuestra juventud monárquica; ni, ya puestos, nuestra cándida madurez juancarlista.

¿Tendrá la justicia lo que hay que tener?

Las pruebas de su comportamiento delictivo son abrumadoras: tanto, que su primogénito el rey Felipe se vio obligado a retirarle su asignación como monarca emérito y renunciar él mismo expresa y formalmente a la herencia, hija de la corrupción, que el padre ocultaba en paraísos fiscales y cuya existencia reveló su amante Corinna zu Sayn-Wittgenstein.

La pregunta que hoy se hace todo el país es si la justicia tendrá el temple, la rectitud y el coraje suficientes para sentar a Juan Carlos en el banquillo de los acusados.

La juventud airada, los partidos republicanos y el independentismo postpujolista ansían el banquillo, y están en su derecho de ansiarlo; las derechas, que siempre fueron ciegamente monárquicas, prefieren que la justicia se ponga de perfil, y aun que se traicione a sí misma, antes que conducir a un rey al cadalso; las izquierdas meramente accidentalistas más que propiamente monárquicas preferimos, siquiera sea en nombre de nuestra juventud perdida, que la justicia haga lo que tiene que hacer y castigue la ominosa traición de Juan Carlos al Estado, a nosotros y a sí mismo.

Las dos salidas del laberinto

Hay, sin embargo, dos maneras de que el rey emérito escape a la acción de la justicia, si es que esta hace honor a su nombre y no entierra cobardemente su balanza en la espesura de leyes, decretos, reglamentos y prescripciones que todo Estado suele reservarse para, llegado el caso, no poner en riesgo su propia supervivencia.

Una infame y otra honrosa, las dos puertas de salida del laberinto son: la Fuga y la Muerte. Huir o morir. Ciertamente, el rey emérito puede huir de España y buscar refugio en alguno de los paraísos que dan cobijo a dictadores derrocados, narcotraficantes perseguidos o monarcas sin honor, pero si lo hace no le merecerán pena los pocos años que, bien cumplidos ya los 82, le restan por vivir.

La única salida honrosa para Juan Carlos es darse muerte por su propia mano, como se dice que hacían los patricios romanos cuando la justicia les pisaba los talones o la deshonra se abatía sobre sus deudos por errores o delitos que los suicidas habían cometido.

El cadalso y el puñal

Desde luego, pedirle que se quite la vida por honor siempre será pedirle demasiado a un hombre, pero no así a un rey, y menos a un rey cuya conducta deja a la monarquía y a su propia familia al borde mismo del acantilado. Solo una noble muerte romana puede redimir a Juan Carlos de la vil codicia del pasado. Haga con mano firme la cicuta el trabajo que la justicia tal vez no se atreva a hacer.

Aunque aludiendo a un atentado y no a un suicidio, recuerde el rey emérito lo que a este propósito escribió el insigne monárquico Chateaubriand sobre el rey felón Fernando VII, a quien el propio vizconde legitimista había salvado liderando la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis:

“No he esperado nunca nada bueno del rey de España. Si ese desgraciado príncipe ha de perecer, la forma en que se produzca la catástrofe no es indiferente al resto del mundo; el puñal no mataría más que al monarca, el cadalso podría acabar con la monarquía”.

Recupere con el puñal el rey emérito el cetro y los ropajes de la majestad perdida, pues solo así quienes en el pasado confiamos en él podremos tal vez algún día dejar por fin de decir “No te lo perdonaré jamás, Juan Carlos I. Jamás”.