“Españoles: quiero compartir con vosotros mis reflexiones sobre la crítica situación que atraviesa la Corona y sobre la responsabilidad directa que tengo en dicha crisis, así como trasladaros mi convicción de que entre todos sabremos superarla.

No desconozco que soy yo mismo quien habrá de pagar el precio más alto y doloroso para superar este grave trance en el que está en juego una parte no desdeñable de todo lo que hemos conseguido juntos desde la aprobación de nuestra Constitución de 1978.

En varios de mis discursos de Nochebuena a lo largo de los años he hecho referencia, como sabéis, a la importancia de que los representantes públicos exhiban una conducta intachable, pues, como recordaba en mi mensaje de 2014, “la falta de ejemplaridad en la vida pública afecta al prestigio de la política y de las instituciones” y provoca “el desaliento en los ciudadanos”.

Paras las ocasiones son los doblones

La justicia y las demás instituciones que rigen nuestro Estado de derecho deberán decidir qué hacer con mi persona: aquello que decidan lo aceptaré con pesar pero de buen grado, pues de otro modo traicionaría el sistema político en cuya construcción me siento honrado de haber sido partícipe y que nos ha proporcionado el período más dilatado de libertad, convivencia y prosperidad de toda nuestra historia.

Me acusan de haber recibido 65 millones de euros de Arabia Saudí, que habrían sido ingresados en una fundación residenciada en Panamá y titular de una cuenta opaca en Suiza. No es esta la ocasión de entrar en detalles que sin duda la justicia acabará esclareciendo, como es su deber, pero sí el momento de admitir amargamente que, como dice nuestro refranero, “cuando la codicia abre la puerta, todos los pecados entran”.

Llevando hasta extremos del todo injustificables la máxima, tan practicada por no pocos de mis antepasados, de que “para las ocasiones son los doblones”, y confiado en la temeraria relajación de los controles políticos y periodísticos sobre mi patrimonio y mis actividades financieras, me dejé arrastrar por lo que entonces me pareció previsión y hoy todos creen que fue ciega avaricia.

El mundo de ayer

Todos sabéis que no he sido el esposo ideal y habéis disculpado generosamente mis andanzas sentimentales. Os agradezco vuestra liberalidad, signo de que somos un país no peor que otros y mucho mejor de lo que a nosotros mismos nos complace reconocer. Sé, sin embargo, que lo que me disculpasteis como hombre no podréis disculpármelo como rey. Reclamé ejemplaridad en mis discursos y yo fui el primero en violar los preceptos tantas veces y tan hipócritamente predicados.

Podría decir en mi descargo que provengo de un mundo familiar donde un rey podía hacer privadamente cualquier cosa siempre que ello no perjudicara a su país. Los dineros que haya podido acopiar en estos años nunca pensé que lo fueran en perjuicio de España, aunque ahora comprendo que sí lo han sido en el mío propio y, a la postre, en el del país al que creo haber servido lealmente.

Muchos piensan que la Corona está hoy en peligro por mis errores personales. La justicia está decidida a determinar si he cometido delito: es su deber, pero ni yo soportaría verme sentado en un banquillo ni la propia justicia soportaría no intentar por todos los medios que me sentara en él. Si me persigue como debe, pierdo yo; si no lo hace, perdemos todos, también yo en lo que me toca por haber contribuido a levantar un Estado cuya divisa, como he repetido en mis discursos, es que la justicia ha de ser igual para todos.

Padres e hijos

Admito, y es un hecho bien conocido, que no he sido un buen marido; me pregunto si he sido un buen padre. Quizá no todo lo bueno que debería haber sido; para un rey no siempre es posible serlo. Como tampoco es fácil ser un buen hijo: el rey Felipe mi hijo lo sabe bien.

Los reyes estamos obligados a ser reyes antes que cualquier otra cosa: yo supe serlo en las cuestiones del Estado, y estoy orgulloso de ello, pero no en las de mi propia casa, y me avergüenza no haberlo sido.

Creo haber sido un buen rey y no querría ver mi legado hundido en el fango y vilipendiado en la plaza pública. Mis errores, sea cual sea el dictamen que finalmente recaiga sobre ellos, ya no tienen enmienda posible: solo cabe idear un plan de control de daños lo más detallado posible que salve a la Corona, aunque su salvación incluya mi condena.

Mi deseo es colaborar en esa salvación, si bien desconozco qué se me pedirá y hasta dónde seré capaz de sacrificarme por mi país: ¿debo comparecer públicamente para pedir perdón?, ¿debo renunciar a mi dinero?, ¿debo incluso quitarme la vida para evitar a todos y a mí mismo el oprobioso espectáculo de los últimos años de un rey sin honor?

Todavía no sé cuál es el tributo que me será impuesto, pero es seguro que será alto. Aceptarlo de buen grado será mi último servicio a la patria".