Cuatro días distancian a la sociedad española de las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo y, lejos de estar todo decidido, parece que el escenario electoral va a estar más apretado que nunca. El tiempo de las encuestas, por lo menos de las oficiales, ha llegado a su fin y a la campaña le quedan dos jornadas frenéticas plagas de actos, anuncios, promesas y peticiones de voto. Hasta el momento, la estrategia de la izquierda en aquellas plazas donde no gobierna, tanto en mítines como en debates electorales, se ha centrado en desgastar a los actuales mandatarios del Partido Popular y criticar sus años de gestión.

“A palabras necias, oídos sordos”, ha debido de pensar el progresismo sobre el argumentario de Vox, mientras estos seguían vertiendo toda clase de insidias en medios de comunicación y plazas. Machismo, xenofobia y, sobre todo, clasismo, este último oculto entre los disparates más habituales, han emanado libremente de las bocas de los principales líderes de la extrema española sin que ninguno de los candidatos relevantes de los partidos de izquierdas haya hecho por combatirlo. Ignorar a un partido con 52 escaños y más de 3,5 millones de votos no parece la estrategia más recomendable y el último barómetro del CIS se lo ha recordado a ‘las izquierdas’.

La ilusión de un cordón sanitario a la extrema derecha se diluyó en 2019 y murió en Castilla y León a cambio de una vicepresidencia sin cartera; sin embargo, la soberbia nunca deja de jugar en contra de la corriente izquierdista. La autoidentificada clase baja o pobre -término recogido por el CIS-, aquella que los diferentes partidos progresistas se empeñan en representar, se encuentra totalmente expuesta al populismo fascista de Vox. Barrio o trabajadores son significantes a los que parecen haber renunciado los partidos de izquierdas en su pretensión de ampliar el espectro electoral, guante que no ha dudado en recoger la extrema derecha. El miedo a poner el conflicto de clases sobre la mesa puede salir caro a la izquierda.

Y es que el mayor porcentaje de intención de voto que atesora Vox, con el permiso de la intangible clase media (9,3%), se presenta en la clase baja (8,6%), por encima del porcentaje total del 7,9% y de las clases más altas (6,9%). Apenas un 6,4% recuerda, o más bien reconoce, haber elegido la papeleta de la extrema derecha allá por 2019, cuando la formación obtuvo un 15,2% del voto y también en esta ocasión son los más pobres los que mayor sinceridad encarnan ante esta pregunta del CIS. El 7,6% reconoce haberlo hecho y cuatro años después el porcentaje de los que elegirían la papeleta se ha incrementado un punto.

Resulta incluso más preocupante que sea precisamente la clase baja la que considere en mayor medida que un partido neoliberal en lo económico y nacionalcatólico en todo lo demás que pueda ser susceptible de su control es el más cercano a sus ideas. Casi una de cada diez personas que se consideran de clase pobre (9,1%) señalan a Vox como partido más cercano “a sus ideas propias”, muy por delante de todos los demás partidos a la izquierda del omnipresente PSOE. Además, también es este estrato social el que reconoce ser más fiel con su voto y “votar siempre al mismo partido” (16,5%).

Sin embargo, todavía existe un atisbo de esperanza para la izquierda, que en grandes tableros como Madrid no va precisamente sobrada de votos, si está dispuesta a bajarse de su atalaya. “Izquierda caviar” les denominó en el debate de la pasada semana Monasterio. Lo cierto es que todavía pueden intentar llegar a los más pobres, clase en la que se encuentra el mayor porcentaje de indecisos. Un 15,8% de las personas de clase baja reconocieron que no sabrían a quién votar si las elecciones se celebrasen en el momento de la realización del CIS, más de cinco puntos por delante del resto de estratos sociales.

El desencanto también reina en estos hogares, donde aparecen los mayores porcentajes de gente que asegura tener claro que no votaría (13,1%). El efecto de las campañas electorales en la captación y modificación de voto, más allá del refuerzo de las posiciones, se encuentra en cuestión; no obstante, entre la clase baja un 34% reconoce decidir la dirección de su voto durante esta: el 9% al comienzo, el 13,8% durante la semana de campaña, el 5% en la jornada de reflexión y el 6,2% el mismo día de las elecciones.

Los problemas más mencionados por las personas que se consideran clase baja, como también recoge el CIS, son, como no podía ser de otra manera, de índole económica. La crisis económica, los problemas de índole económica (39,6%) o el paro (31,4%) son los más mencionados, aunque este estrato también es en el que más preocupa como principal problema del país, en comparación con el resto, ámbitos como la inseguridad ciudadana o la inmigración, motivación especial que se aprecia en el discurso racista de Vox.

Más allá de la clase baja, la izquierda también tiene trabajo entre las autoidentificadas clase trabajadora/obrera/proletaria (tal y como la recoge el CIS) y clase media-baja. Si bien en estas el avance de la extrema derecha no es tan abultado, un 4,2% y un 6,4%, respectivamente; aún existe un 10% de indecisos entre cada una de ellas que, junto con las clases bajas, evidencia que existe una la parte de las clases más humildes que no se ve representada.

El hartazgo entre los trabajadores con la dinámica socioeconómica es generalizado y las sonrisas y los discursos coelhísticos no parecen ser suficientes para llegar allí donde la alegría no es el pan de cada día (o quizá sea la única). Es probable que de cara a esta campaña ya sea tarde, pero con las elecciones generales en el horizonte, la izquierda debería repensar si ignorar a la extrema derecha, no rebatiendo sus argumentarios -istas y presuponiendo que las clases populares van a obviar el único discurso que, aunque tendenciosa y falsamente, va dirigido a ellas, es una buena estrategia. En el resto de Europa no ha salido bien.