Unidas Podemos atraviesa su momento más complicado. La salida de Pablo Iglesias tras los malos resultados cosechados en la Comunidad de Madrid ha dejado al partido en un proceso de reestructuración que se consumará el 13 de junio, fecha fijada para la cuarta Asamblea Ciudadana del partido. Si no hay sorpresas de última hora, será Ione Belarra [actual ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030] quien asuma el difícil reto de sustituir de forma orgánica a la persona que ha protagonizado todas las alegrías y decepciones de la formación morada. Sin embargo, la secretaría general no parece estar ligada al liderazgo de la candidatura en las próximas elecciones, donde Yolanda Díaz, titular de la cartera de Trabajo, vicepresidenta tercera del Gobierno y militante del PCE -su no militancia a Podemos le impide presentar candidatura en Vistalegre IV-, parte en clara ventaja para tratar de mejorar los resultados electorales cosechados por Iglesias en 2019.

Una organización bicéfala que tiene frente a sí el reto de rearmar su estructura autonómica, dañada por la pérdida de confianza brindada por formaciones regionalistas como Compromís y Adelante Andalucía y por el surgimiento de escisiones con más peso que Podemos en autonomías como Madrid, donde Unidas Podemos quedó relegado al ostracismo desde que Carmena y Errejón decidieran abandonar el barco por discrepancias con la dirección. Pero esto no es todo: por el camino los otrora liderados por Iglesias se dejaron alcaldías tan importantes como Madrid, que llegó de la mano de la mencionada Carmena; Zaragoza, hasta 2019 en manos de Pedro Satisteve, o A Coruña, integrante de las mareas que logró el poder en pleno auge de Podemos. Para más inri, las que resisten -salvo Barcelona, que aguanta cual aldea gala de la mano de Colau- ni siquiera forman parte ya del conglomerado morado: José María González ‘Kichi’, en Cádiz, se acerca a Errejón tras meses de mensajes cruzados fruto de la guerra abierta entre Podemos y Teresa Rodríguez; Joan Ribó, de Compromís, ya forma parte de los triunfos en clave nacional de la reestructuración verde que teje el líder de Más País junto a la formación valenciana de Baldoví, Equo y la Chunta Aragonesista.

Cumplidos diez años del 15-M, movimiento del que bebió Podemos en su nacimiento, los resultados de la formación son cada vez menos halagüeños. Esperanzados por el tirón mediático y social que arrastra Yolanda Díaz -quien todavía no ha aceptado el encargo-, al partido se le ha acusado en las últimas fechas de implementar una estrategia demasiado centralista, regida bajo el mando único de Madrid. Si bien sus orígenes asamblearios y su España nación de naciones fue capaz de cautivar un sinfín de simpatías regionales, las elecciones de 2019 supusieron un auténtico revés al liderazgo personalista de Iglesias, que, entre crisis internas y líderes sin la popularidad necesaria vio como su implantación territorial se volvía endeble esfumándose voto a voto, quedándose sin representación en Cantabria y Castilla-La Mancha y con grandes pérdidas de diputados autonómicos en la práctica totalidad del mapa nacional: cuatro en Baleares, tres en Canarias, ocho en Castilla y León o cinco en la Comunidad Valenciana.

Un mazazo, el de 2019, que generó más excusas y reproches que autocrítica. Y es que 2020 no fue un año mejor a nivel territorial para los entonces liderados por Pablo Iglesias. Si a nivel nacional el líder se convertía en vicepresidente segundo del Gobierno, ganando así su pulso personal a un Pedro Sánchez que meses atrás decía no poder dormir por las noches imaginando un Consejo de Ministros con Podemos, los comicios de Galicia y el País Vasco volvieron a sembrar de dudas internas el horizonte de Iglesias. En Galicia, donde Feijóo revalidó su mayoría absoluta, los morados perdieron la oportunidad de seguir ostentando el liderazgo de la oposición tras su ruptura con las mareas, que aprovechó de forma fulgurante el BNG dejando a Podemos sin representación; en Euskadi, donde la sorpresa tampoco llegó y el PNV se hizo con la vara de mando, los de Iglesias pasaron de once a seis escaños. “Nuestro espacio político ha sufrido esta noche una derrota sin paliativos (…) Nos toca hacer una profunda autocrítica y aprender de los errores que sin duda hemos cometido”, advirtió Pablo Iglesias acabada la noche electoral en sendas comunidades autónomas.

Y desde entonces, poca celebración. Podemos se salvó de la quema con EnComú, quien sigue demostrando una meritoria implantación, manteniendo de la mano de Jéssica Albiach los ocho escaños en el Palau de la Generalitat. Y luego llegó Madrid, con sus grandes lemas y una campaña diseñada para movilizar al votante obrero y conseguir un vuelco electoral sustentado en una movilización sin precedentes. Objetivo cumplido, lo segundo, porque en su análisis no fueron capaces de prever que el efecto Ayuso iba más allá de la vieja dicotomía izquierda-derecha. Iglesias bajó al barro, abandonó la vicepresidencia en lo que ya era un presagio de que su marca estaba quemada, se enfrentó a Isabel Díaz Ayuso y el resultado fue tan abultado que solo le quedó subirse al atril, rodearse de los suyos y entonar el mea culpa para reconocer que asaltar los cielos no era posible bajo su mando: "No contribuyo a sumar. Uno tiene que tomar decisiones sin contemplaciones. Dejo todos mis cargos, seguiré comprometido con mi país".

El primer golpe post-Iglesias: sin representación en el Senado

El Parlament de Catalunya no propondrá a ningún representante de EnComú Podem por designación autonómica al Senado. Esta decisión obligó a Sara Vilà, la única dirigente morada que tenía Podemos en el Senado, a abandonar su puesto en la Cámara Alta y dejar a los otrora liderados por Iglesias aún más tocados después del revés electoral en Madrid: "Es un inmenso honor para mí despedirme de esta Cámara", explicó en su última intervención la representante que hasta esta semana formaba parte del Grupo de Izquierda Confederal, junto a Más Madrid, Compromís, Adelante Andalucía, Geroa Bai y Més per Mallorca.

Cabe destacar que Podemos está en contra del modelo de elección de los senadores. En el programa electoral que presentó la formación para las elecciones nacionales de 2019 se puede leer, en su artículo 128, la voluntad de sustituir “el sistema mayoritario actual —que hace que, por ejemplo, el PP tenga un 62 % de los senadores y las senadoras de elección directa con poco más del 30 % de votos— por un sistema más justo, similar al del Congreso”. Esta voluntad viene de atrás y ya fue anunciada por el propio Iglesias tras una reunión en 2015 con los cuatro senadores que entonces tenía la formación -Ramón Espinar, Maribel Mora, Pilar Lima y Virginia Felipe-, cuando dijo que el Senado tenía “que ser una Cámara de representación territorial como el Bundesrat alemán.

Paulatinamente, y tras batallas fratricidas entre partidos de distinto origen pero que durante un breve periodo de tiempo destinaron sus esfuerzos conjuntos a representar una alternativa de izquierdas al PSOE, Podemos se ha quedado sin peso en una cámara a la que incluso han propuesto darle más competencias, tal y como puede verse en el artículo 257 de su programa electoral: “Transformar el Senado en una verdadera Cámara de representación territorial, con mayor representación de las comunidades autónomas, participación en las leyes y las partidas presupuestarias, en los nombramientos de miembros del Tribunal Constitucional, y como pieza clave de las relaciones verticales y horizontales entre Administraciones”.

¿Nuevos rostros, nuevo mensaje?

Del primer Vistalegre ya no queda ni el apuntador. Monedero, Iglesias, Errejón, Carolina Bescansa o Luis Alegre ya solo forman parte del Podemos en blanco y negro que cautivó a más de cinco millones de personas en 2016, logrando 71 escaños tras la absorción en la práctica de IU sellado con el denominado pacto del botellín entre Iglesias y Alberto Garzón, actual ministro de Consumo. Cinco años después de la cresta de la ola, cuando las encuestas incluso vaticinaban una hipotética victoria en las elecciones nacionales, el futuro se presagia más gris: Iglesias ha hecho muchas cosas mal, pero era Iglesias.

Ahora es el turno de Ione Belarra, que, con Irene Montero detrás -hasta hace unas semanas era la principal favorita para hacerse con la secretaría general-, tendrá que repensar el camino del partido: centrarse en la mediatización o acercarse a la calle, seguir apostando por la lucha contra la casta o reconvertirse a un mensaje más blanco, hacer frente común con el resto de la izquierda alternativa o confrontar abiertamente con ella.

Y todo con el riesgo añadido de que la ilusión que se despierta desde fuera, la que reside en la novedad, se pierde con el tiempo: es más fácil rodear el Congreso que dominarlo, criticar a los ricos desde el piso de protección oficial de una tía abuela que desde la piscina del chalé más famoso de España, presentarse como la verdadera izquierda con el PSOE del sí a Rajoy que con el que se comparte Consejo de Ministros, ser la alternativa cuando monopolizas el espacio que cuando todos tus antiguos compañeros te han abandonado, criticar al establishment que ser establishment.