Había una vez un cerdo en una granja de papel, uno que caminaba erguido, daba órdenes y hablaba en nombre de una revolución. Era Napoleón, el personaje de Rebelión en la granja (1945), la inmortal fábula política de George Orwell. Y con él nació —aunque de forma indirecta— uno de los tabúes más curiosos del orden simbólico francés: no está permitido llamar Napoleón a un cerdo.

No se trata de una ley formal redactada en el Journal Officiel, pero es una prohibición que durante décadas ha operado como censura tácita —y a veces explícita— bajo la sombra de la figura de Napoleón Bonaparte, ese emperador que aún hoy divide a los franceses entre quienes lo veneran como un genio militar y quienes lo ven como un dictador moderno.

Una sátira demasiado real

Cuando Orwell quiso publicar su novela en Francia, se encontró con un obstáculo inesperado. El traductor francés le advirtió: sería prácticamente imposible editar el libro si el cerdo principal seguía llamándose Napoleón. No era prudente, ni legal, ni aceptable para el orgullo de una nación que aún viste con gala su pasado imperial.

En aquel momento, el respaldo de las potencias occidentales a la Unión Soviética seguía siendo crucial, ya que Moscú era una aliada determinante en la lucha contra la Alemania nazi. En particular, el Reino Unido —la patria de Orwell— combatía hombro con hombro junto a los soviéticos en el frente común contra el Tercer Reich. Por ello, resultaba diplomáticamente incómodo, por no decir comprometedor, que un país aliado fuera retratado —aunque fuera mediante una fábula— como una nación gobernada por cerdos.

El autor británico se negó a cambiar el nombre del personaje. Napoleón no era un simple capricho narrativo: era una metáfora punzante del poder absoluto, de la corrupción revolucionaria, del modo en que los ideales se pudren cuando el liderazgo se convierte en culto. Era, sin ambigüedad, una crítica al totalitarismo —ya fuera soviético, nazi o bonapartista—. Por ello, la publicación francesa de Rebelión en la granja se retrasó hasta 1947, y aún entonces provocó recelos.

Pero más allá de la literatura, este tabú ha tenido ecos más amplios. El Código Penal francés incluye disposiciones sobre la ofensa a la figura presidencial y a los símbolos nacionales. Aunque hoy el veto a “Napoleón el cerdo” no se aplica con rigurosidad judicial, ha funcionado como una forma de autocensura cultural. Porque en Francia, cuando se habla de Napoleón, no se habla sólo de un hombre: se habla de la gloria y de la herida, del imperio y del exilio, de Austerlitz y de Waterloo.

La semántica del respeto

Llamar Napoleón a un cerdo puede parecer, desde fuera, una provocación inocente. Pero en Francia, donde los nombres cargan con la historia, es como dibujar bigotes en un retrato de familia: uno no toca ciertas cosas sin despertar a los fantasmas.

“¿Qué hay en un nombre?”, preguntaba Shakespeare. En Francia, hay memoria, identidad y litigio. El país que exportó la Ilustración y la guillotina no tolera bien la parodia cuando afecta a sus símbolos más sagrados. En otras palabras: no se juega con Napoleón, ni aunque sea en forma de animal literario.

¿Un emperador en el corral?

Imaginemos ahora a un granjero de Normandía, decidido a bautizar a su verraco más robusto como Napoleón. ¿Le caerá la gendarmería al amanecer? Probablemente no. Pero si lo hace público, si lo escribe, si lo graba en una obra satírica o lo convierte en metáfora política... entonces quizá se despierte el viejo reflejo censor que habita en las repúblicas orgullosas.

Hoy, con el auge del debate sobre libertad de expresión, el caso del “cerdo Napoleón” se convierte en símbolo de una tensión más profunda: ¿qué se puede satirizar en una democracia madura? ¿Dónde termina el respeto y empieza la censura? ¿Es proteger la figura de un personaje histórico una forma de honrar la historia o de ahogarla?

Francia, que ha hecho del pensamiento crítico una seña de identidad, sigue atrapada en estas contradicciones. Y tal vez sea lógico: quien ha coronado emperadores, derrocado reyes y declarado la república una y otra vez, sabe que las palabras importan. Incluso —y sobre todo— cuando se les da forma de fábula y se les pone hocico.

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