En los juicios de Núremberg no estaban presentes todos los culpables. Faltaban los maquinistas de los trenes que conducían a los judíos a los campos de exterminio; los que confeccionaban los uniformes nazis, como Hugo Boss; los chivatos; los panaderos que introducían su indiferencia candeal y parabellum en los cargadores de las Luger; los químicos que fabricaban el Zyklon B; los que limpiaban a manguerazos las cámaras de gas; los que callaban.

Se ha matado Verónica Forqué. Se han suicidado su sonrisa parlanchina y su voz de hojaldre, ingenua, como de niña mal vestida por dentro de mujer. La actriz había llegado casi viva a su muerte, que la esperaba en casa como un silencio lentamente azul.

Anímicamente, Forqué iba dando tumbos, pero aún se mantenía en pie. Pérdidas de familiares y allegados, depresiones, días de murciélagos y noches de vampiros, problemas económicos. Ni los dioses en los que no creía, ni el yoga de barritas de incienso en el que sí confiaba lograron salvarla.

Menos aún lo hizo Masterchef celebrity, donde su comportamiento, errático y bipolar, en un programa que está entre los monstruos de barraca de feria culinaria y la instrucción de reclutas con mandil, debería haber alarmado a los señorucos de la productora mucho antes de que Forqué decidiera abandonarlo. “No puedo más”, confesó la actriz. Pero para entonces la chusma digital ya le había hecho la autopsia. Refugiados en el anonimato, en una mal entendida libertad de expresión, los nuevos arios que nunca se sentarán en Núremberg le dispararon con postas de jabalí: loca, tómate la medicación, necesitas una camisa de fuerza…

Hace unos años, la actriz porno August Ames se suicidó tras una campaña de hostigamiento en las redes sociales. Particularmente estremecedor fue el caso de una muchacha discapacitada que se arrojó al vacío para no enfrentar el acoso de sus compañeros de clase.

Obviamente, si los ángeles no existen, es porque no pueden vivir en esta sociedad; una sociedad que celebra la agresividad, el consumo, la incultura, la cirugía antiestética, el odio al pobre, la hipocresía, el pelotazo, el zasca, el individualismo, el jajajá style y la ruptura de vínculos afectivos duraderos (“Ya no me aportas”, se despide a la pareja, a un familiar, a una amiga, a un amigo, como si una persona fuese una empresa que siempre debe funcionar a pleno rendimiento).

Siendo ya la primera causa de muerte no natural en España, uno está tentado de pensar que demasiados pocos suicidios se producen en vista de cómo anda el patio: trabajos en la cuerda floja, ansiedad por la pandemia, sueldos miserables, aumento de las separaciones y divorcios, angustia climática, dificultades para acceder a una vivienda, taedium vitae, mucha soledad.

Con todo, los insultos en las redes sociales no han sido, sospecho, la única razón del suicidio de Forqué. Que no contribuyeron a elevarle la autoestima parece, sin embargo, evidente; y, si este país fuera justo, a algunos la Fiscalía debería exigirles responsabilidades penales por las barbaridades proferidas. Pero si las togas no vieron delito en los disparos de un exaltado de ultraderecha contra imágenes de miembros del Gobierno, ni en las fiebres de aquel militar que animaba a fusilar a veintiséis millones de hijos de puta, entonces parece lícito que cada cual aporte su granito de arena para construir un desierto común en el que moriremos de alucinaciones y extravío.

No era la actriz quien debería haber acudido a terapia, como le croaban los sapos cibernéticos, sino España. Uno sufre porque está vivo, no porque esté loco. Y el sufrimiento merece respeto, no mofas. Pero no avanzaremos si porfiamos en considerar al suicida como un demente. Claro que esta ilusión nos tranquiliza y nos permite culpar al individuo por su debilidad y al Estado por no invertir lo que debiera en salud mental. ¿Más psicólogos, más terapeutas, más psiquiatras, más asociaciones como la muy meritoria el Teléfono de la Esperanza, que, por cierto, lleva años reclamando un plan nacional de prevención del suicidio, algo que, en España, se traduce en diez muertes al día? ¿Basta con eso? ¿Y no podríamos estar sentando, por otra parte, y con la mejor intención, las bases de un totalitarismo terapéutico?

Tengo mis dudas de que, creando campañas públicas y multiplicando el número de profesionales de la salud mental, se redujesen significativamente los suicidios. Es como si a alguien le pones muchas vendas y no dejas de propinarle martillazos. Me parece más urgente revisar nuestro modelo social, cultural y económico. Porque las drogas psiquiátricas no curan. Son el equivalente de las antiguas camisas de fuerza: inmovilizan al enfermo, según observa el psiquiatra —o, mejor, antipsiquiatra— Thomas Szasz en su brillante y provocador ensayo Libertad fatal. Ética y política del suicidio (Ed. Paidós). A pesar de lo cual, cada vez se recetan más antidepresivos y ansiolíticos (¿quizá por eso las calles están tan vacías de protestas y manifestaciones?).

Creo que la psiquiatría institucional no es liberadora para el paciente, sino coactiva; no terapéutica, sino disciplinaria. Más que nada porque la psiquiatría no cuestiona las relaciones sociales de poder. Obliga, por el contrario, al enfermo a encajar en la sociedad que lo ha hecho enfermar (la función del psicoanálisis, decía Freud, es hacer pasar al paciente de “la miseria neurótica a la infelicidad común”). Y, si no lo consigue, el médico siempre dispone de un as en la manga: la reclusión del individuo en hospitales psiquiátricos, que son algo así como la papelera de reciclaje donde van a dar no los locos —Szasz arguye que la enfermedad mental no existe—, sino individuos cuya conducta es molesta, perturbadora, extraña o peligrosa.

¿Se habrían suicidado Forqué, August Ames, esa adolescente discapacitada y tantísimas personas en una sociedad más cohesionada, menos patológica, una sociedad cuyos valores no fueran el sálvese quien pueda, sino la cooperación, el respeto, la ayuda mutua?