Según cuenta el historiador García de Cortázar, numerosos niños japoneses creían a finales del siglo XX que quienes bombardearon Hiroshima y Nagasaki fueron los rusos. A punto de terminar la segunda década del siglo XXI, no pocos niños catalanes están condicionados pedagógicamente para defender que un país muy malo llamado España tiraniza a una Arcadia feliz llamada Catalunya. Y no solo piensan así los escolares, sino muchísimos universitarios de papá que se saltan las clases —gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus— para ir a proteger la nació de la sentencia del Tribunal Supremo. Que no es justo, seño, que a los presos polítics les hayan caído cien años de trullo solo por haberse saltado la Constitución y haber celebrado un referéndum ilegal.

Lo mismo que los niños de primaria opinan muchos catalanes cuyo maná intelectual es TV3 y los tuits de Torra y otras chicharras nacionalistas. Abstraídos en su edén medieval de cartón piedra, hechizados por la glucosa de sus propios cantos, no advierten que la vulgata independentista apenas es un atributo del totalitarismo más rancio. Pero sorprende más aún que cierta izquierda española, roja en lo social y rosa en lo territorial, ampare un referéndum de autodeterminación en Catalunya, cuando la izquierda o es internacionalista o no es izquierda.

En fin, Franco pensaba que la dictadura era la voluntad del pueblo. Y los secesionistas de lacito pop en el jersey y Tsunami Democràtic en el móvil no le andan lejos. Padecen de agorafobia. Les aterran los espacios abiertos de la convivencia y la pluralidad. De ahí que prefieran irse de trashumancia a un pasado tan verde como ficticio. Y, si no existe, se inventa. Lo hicieron ya los escritores de la Renaixença. Pero fue en tiempos de la Transición cuando se perfecciona la fábula de que Cataluña, frente a otros terruños de España, es una región avanzada, europea, republicana, laica, progresista, industrial y laboriosa. Y el suflé ideológico no bajó.

Olvidaban que el catalanismo solo es carlismo con olor a butifarra. Que los burgueses catalanes, mucho antes que Franco, despreciaron la lengua de Ramón Llull porque, a diferencia del castellano, no les facilitaba el comercio ni con el resto de la península ni con América. El catalanismo, mal que les pese a los políticos presos, a sus turiferarios y a sus plañideras parlamentarias, es conservador, retrógrado, un recuelo del PP y Vox pasado por los frutales enternecidos del Ampurdán. Baste recordar solo tres hechos bien conocidos por todos, excepto tal vez por Torra y otros independócratas, para verlo: 1) los empresarios catalanes aplaudieron la represión de Maura contra los obreros en la Semana Trágica; 2) la burguesía bendijo el pistolerismo de señoritos de los Sindicatos Libres; y 3) la élite social y económica apoyó a Primo de Rivera y, más tarde, a Franco, al que Cambó, el sumo sacerdote de la Lliga Regionalista, incluso financió. Y, en fin, tan a la derecha de Mussolini llegó a estar una parte de Barcelona, que el poeta Josep Vicenç Foix defendió en los años 30 un catalanismo fascista.

Pero la Historia no arredra a los separatistas, aunque se les vayan cayendo todos los trampantojos, como aquel de “España nos roba”, y olviden que todo empezó para tapar con las banderas el caso 3%. Y mucho menos arredra a los CDR, esos batasunos de capucha de tinieblas y estelada que, ignorando las raíces retrógradas de su nacionalismo excluyente, braman su halitosis analfabeta llamando fascistas a los reporteros y quemando vehículos noche tras noche. Su forma de ser modernos es regresando al Paleolítico.

Sin embargo, para Torra los CDR son superhéroes de la Marvel indepe, hipóstasis del poble de pau, cuando apenas son unos alucinados que confunden la realidad con un videojuego.  A lo mejor por eso disparan cohetes a un helicóptero policial, arrojan ácido y mala bilis a los mossos, destrozan el mobiliario urbano y celebran autos de fe al caer la tarde, como el Ku Klux Klan. Ahora bien, dan la impresión de que lo mismo les da exigir la independencia de Catalunya que defender los derechos de los boquerones en vinagre. Porque, como cualquier fascista, los CDR aman la violencia y cualquier pretexto vale para desplegarla. Y todo ello quizá con la intención de que Javier Cercas tenga por fin uno o dos muertos de verdad para sacarlos en una novela noir y planetaria, o para que TV3 beatifique sus hazañas de rambos de Granollers entre un bufido de Pilar Rahola y un anuncio de Scottex.

Muchos nos preguntamos: “Y cuando todo este aquelarre termine, porque tiene que concluir de un modo u otro, ¿qué?” Pues una de dos: lluvia tropical de millones sobre la Generalitat o, pasado un tiempo, vuelta a las andadas, salvo que desaparezca Torra o ERC lo haga desaparecer retirándole su apoyo, y esto no va a ocurrir, me temo, porque lo de Esquerra es nadar y guardar la ropa. En cualquier caso, querido president, lo de la independencia va a ser que no, por mucho que usted proponga un nuevo referéndum y se cuelgue del bracete de un lehendakari de cuyo nombre no queremos acordarnos. Y, mientras usted delira, gobierna para los violentos y desgobierna para los pacíficos, Catalunya seguirá siendo un poco más pobre; se marcharán más empresas; crecerá el pus social; los catalanes no independentistas se sentirán más solos; la ultraderecha populista subirá en las próximas elecciones y todos nos rasgaremos las vestiduras cuando ya nada importe nada.

Porque lo que está sucediendo estos días es peor que lo ocurrido hace dos años. Y todo ello mientras Casado, en vez de apoyar a Sánchez, va de capitanazo de los Tercios de Flandes con su barbita redicha y alatriste; mientras Rivera se hiperventila con el 155 no para salvar Catalunya, sino para salvarse a sí mismo; mientras Santiabascal carga su Smith & Wesson por si tiene que dar un tejerazo exprés; mientras Iglesias se esconde y hace de Rajoy. En fin, mientras todo esto sucede, Catalunya va dejando de ser la que era y solo será la que recordemos. Con pena.