En un homenaje a la recientemente desaparecida escritora Francisca Aguirre, último Premio Nacional de las Letras, su hija, la antropóloga y, sobre todo, poeta, Guadalupe Grande, pronunció unas palabras que aún resuenan en mi cabeza dejando poso.  Fue en el Festival Internacional de Poesía de Granada ante una concurrencia que esperaba ansiosa a los llamados por algunos “Instagrampoets”, no sé por qué no usamos  el término español “poetas de instagram”, y que, sin embargo, se encontraron con la verdad y el compromiso de una poeta enorme como fue, y sigue siendo en su obra, Francisca Aguirre.  Guadalupe Grande expresaba como “la poesía es un acto de amor”, pues es un acto de entrega y compromiso con el mundo del poeta con su tiempo, mientras que “la política es una acto de poder”, pues utiliza todo, también a la poesía, en su propio beneficio. Con esta claridad y contundencia, también con pesar pues la política debería ser servicio público y, a veces, cuando alguno de sus representantes tienen la altura de recordarlo y llevarlo a cabo nos reconciliamos con ella,  nos hemos conjurado algunos escritores para tratar de poner las cosas en su sitio.

Sólo unos días después, en una de las muchas Ferias del Libro que en estos días proliferan por toda España, afortunadamente, salía un artículo que me hacía recordar de nuevo las palabras  de Guadalupe Grande. Se trataba de una estupenda entrevista que hacía la escritora y periodista Eva Díaz Pérez, al poeta, o eso dicen, Benjamín Prado. Díaz Pérez, sutil  e inteligente, metía el trapo al señor Prado y éste entraba en toda la profundidad que su intelecto le permite. Dice el señor Prado, al que admiro con suma moderación, en la entrevista: “La literatura se ha democratizado, los mandarines que la dirigían y eran como esos porteros de discoteca que deciden quién entra y quién no, han desaparecido como las cabinas de teléfono”. Tiene gracia que lo diga alguien que lleva perteneciendo al “Mandarinato” cuasi hegemónico de la cultura durante más de treinta años, taponando casi cualquier otra posibilidad estética o poética en nuestro país con sus colegas de premios, regalías, etcétera. Precisamente él que lleva ejerciendo de “portero de discoteca”, por usar la analogía, tanto tiempo y que sigue haciéndolo, de “padrino”, como declara en la entrevista, al estilo de la “Cosa Nostra” con los que están ahora en las redes.

Sí tiene razón  en que la irrupción de las redes sociales puso en crisis ese oligopolio y satrapías de popes, entre los que él siempre ha estado aunque fuera de chico malote, de “yo te doy este premio”, “el año siguiente me lo das tú”, etcétera, etcétera. Quien crea que es un ejercicio de animadversión puede hacerse una estadística de los jurados y premios más importantes de los últimos treinta años y verá, con sonrojo, cómo se han intercambiado, con alguna mínima excepción, en la mayoría, jurados y premiados.  Precisamente por el fenómeno de estos jóvenes, no me atrevo a llamarlos poetas, en las redes sociales, y ante el temor de perder su omnipresencia y control del reino poético ibérico, se han subido al carro, razón por la que, estos chicos que, en su mayoría necesitan alguna clasecita de métrica y estilística, y algunos cientos de lecturas básicas, los citan como sus referentes, cosa que no me extraña. Yo fui un joven poeta que vivió la irrupción de la “Nueva sentimentalidad”, también llamada “otra sentimentalidad” o “Poesía de la Experiencia”. Lo viví como un mal necesario para acabar con los epígonos extenuados de clichés en la poesía veneciana de los finales setenta, aunque confieso, que siempre  me sentí más cerca de ellos, y de los maestros de los 50 y 60, que trataban de cerrar la herida abierta con nuestros abuelos literarios, la Generación del 27.

Con el tiempo aprendí que este mal necesario tenía más de político que de poético, a pesar de su envoltorio. Tenía más voluntad de poder y de control que de creación y lo demostró cuando algunos, los que fueron y siguen siendo caras visibles del grupo, canibalizaron el discurso teórico del magnífico catedrático de literatura de Granada  Juan Carlos Rodríguez y del poeta Javier Egea, para convertirlo en un rodillo que aplanaba la poesía de este país. Por eso cobran sentido de nuevo las palabras de Guadalupe Grande sobre la Poesía y el Poder, y lo escribo así, con mayúsculas. Hay quienes nunca han sido poetas, sino políticos, en el peor y más deplorable de los sentidos de esa palabra. Nunca han respetado la lengua, ni la literatura, ni la creación sino que la han usado y manoseado con intereses espúreos.  Nunca ha sido un fin sino un medio pues, aunque algunos han vivido a costa de las dotaciones de los premios con extraordinaria comodidad, nunca buscaron más que alimentar sus vanidades y alcanzar cargos de poder en instituciones, organizaciones, empresas y medios de comunicación.  

El titular de la reveladora entrevista del señor Benjamín Prado a Eva Díaz Pérez es definitivo: “Los poetas de la Generación del 27 usaron a Góngora, nosotros a Movistar”. No sólo es un insulto a lo que crearon, vivieron y sufrieron por su compromiso y obra; algunos exilio o muerte;  intelectuales de la altura de los que cita, sino que compara la creación y la historia de la literatura española con un negocio. El Poder, claro está, es sobre todo económico, y ha quedado claro en la declaración del señor Prado que utiliza la palabra “usar”. Es la costumbre. Le ha fallado el subconsciente y su natural utilitarista. Tal vez no recuerde, no le importe, o desconozca que la reivindicación de Góngora por parte del 27 fue no sólo una coincidencia, sino zanjar una discusión en la que entraron incluso los estudiosos ingleses y alemanes para poner en valor a un autor que revolucionó la literatura y el lenguaje español, que creó una estética propia, que aportó lenguaje a nuestro diccionario, además de belleza y altura. Esa misma altura que le falta a alguien que dice ser un intelectual pero que con su estética, falta de compromiso y seriedad ha abrazado y legitimado una moda poética de la falta de compromiso, de la superficialidad y del negocio.

La reivindicación de Góngora era también la vindicación de una tradición humillada y ocultada en nuestra historia, la de los judíos conversos, la tradición literaria andaluza, denostada y convertida en cliché, la andalusí, las trasterrada, la perseguida, etc. Espero que, al menos, al señor Prados, la empresa citada le haya pagado bien. Esta cuestión no me parecería mal si no fuera a costa de la banalización del discurso literario, de la humillación de nuestra tradición lingüística y poética, y de la falta de respeto por creadores que se comprometieron con nuestra historia y nuestra lengua y murieron ajusticiados, o lejos de nuestro país, o perseguidos. Al señor Prado, sus correligionarios y sus nuevos pupilos, les pasa, como decía Don Antonio Machado, que “desprecian cuanto ignoran”, aunque, en algunos casos, no es que lo ignoren, es que no les importa, que es mucho peor.

Es la ventaja de ser “Marxista”, “GrouchoMarxista”, que si no les gustan a los poderes o no les viene bien su discurso, tienen otro. Fue uno de los grandes maestros en retórica y ética política, Cicerón, el que escribió “corruptio optima pessima”, que significa que “la corrupción de los mejores es la peor de las corrupciones”. No es que yo haya pensado nunca que el interfecto protagonista de tan insultantes declaraciones esté entre la crema de la intelectualidad pero, al menos, esperaba de él un poco de vergüenza torera. Le auguro, sin embargo, grandes triunfos. No sólo en hacer del río revuelto su pingue ganancia de pescador sino porque la falta de escrúpulos hace que, como la banca, algunos ganen siempre. Otra cosa es saber si quedará algo de su obra. Campoamor que tuvo todo el éxito y el poder de su momento se reía de Gustavo Adolfo Bécquer al que ridiculizaba y acusaba de escribir “Suspirillos germánicos”. Hoy, salvo por el nombre de un teatro, nadie recuerda a Campoamor, sin embargo el sevillano, que murió enfermo y prácticamente en la indigencia, revolucionó la poesía española desde el Modernismo, pasando por todo el 27 del que ahora se ríe el señor Prado.  No es que sea un consuelo pero sí, como dijo el clásico, es la “fiera venganza del tiempo”.