Cada Navidad oigo un villancico que desde pequeña me llamaba la atención. Tantan, ya vienen los Reyes, tantan, Melchor y Gaspar, tantan, les sigue un negrito al que todos llaman el Rey Baltasar. No entendía muy bien por qué Melchor y Gaspar eran reyes sin más, y de Baltasar se hablaba en diminutivo, como si fuera menos por ser “negrito”, y además seguía a los otros dos, como si él no supiera el camino o la estrella le tuviese manía y no quisiera guiarle. No era el único caso en que se usaba el diminutivo para hablar de las personas de piel oscura, que ahí estaba el “negrito” del Cola Cao, el que venía del África tropical y cultivaba mientras cantaba. Y yo, en mi ingenuidad de niña, sabía que algo de todo eso sonaba raro.

También era raro que Baltasar fuera siempre alguien pintado con betún, y generalmente, muy mal, porque cuando llegaban al final de la cabalgata, ya solían desteñir

Eran cosas que parecían de otra época, como veía el otro día en una película del año 57 en que Baltasar no solo era un hombre blanco teñido de negro, sino que, además, llevaba un pendiente del tamaño de un hula-hop y un tupé que hubiera envidiado mismísimo Elvis Presley.

Y, de pronto, empezamos a ver hoy cosas que parecían de entonces. En un vídeo dirigido a niños y niñas, un negro “de pega” interpretaba a Baltasar, y hablaba con un acento tan ridículo que hubiera resultado cómico de no resultar patético.

En otra ciudad de España, de cuyo nombre no quiero acordarme, se sentaba en la carroza real un rey Baltasar que, para rizar el rizo, no solo llevaba la cara pintada sino que iba vestido de torero, o cosa parecida. No sé cómo explicarían a las criaturas semejante anacronismo, porque por mucho que una se estruje la imaginación, es imposible relacionar a los Magos de Oriente con la tauromaquia.

Eran los casos más vistosos, pero a lo largo de toda la geografía española -que los Reyes, como son magos, llegan a la vez a todas partes- aparecían pajes y acompañantes de la comitiva real embadurnados de pintura negra y con unos labios tan rojos que Marilyn se quedaba a la altura del betún, nunca mejor dicho.

Y es que, eso que me parecía tan raro desde pequeña ahora sé que tiene un nombre. Se llama blackface y se considera una manifestación de racismo. Y lo es, a pesar de que quien la lleve a cabo no sea consciente de ello y se insista en considerarla una exageración. Porque, ¿qué otra cosa puede ser cuando se discrimina a alguien y se realiza una suerte de parodia por causa del color de su piel?

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)