Permítanme una visión personal de Andalucía, en este 28 de febrero. Mis padres, onubenses los dos, emigraron a Madrid en los años 50, como cientos de miles de andaluces más. Yo, madrileño, en cuanto terminé mis estudios, en los inicios de los años 80, volví primero a Huelva y luego a Sevilla y no me arrepiento en absoluto de la decisión tomada. Sin embargo, mi hijo vive desde hace años en Holanda, donde ha conseguido objetivos personales impensables aquí. Es un emigrante como sus abuelos.

Mis padres huyeron de la miseria, quitándose, literalmente, el hambre a tortazos en una Andalucía lastrada por el latifundismo y la ignorancia. Vieron en Madrid la solución natural, la que convenía en ese momento y subieron con su maleta de cartón a un vagón de tercera, para entregar lo mejor de sí mismos fuera de su tierra, en la capital de España. Sus cuatro hijos tuvimos la oportunidad de salir adelante.

Yo volví a una tierra que iniciaba un camino de desarrollo, lento pero constante, lleno de ilusión y esperanza. Aquí construimos nuestros hogares y nacieron nuestros hijos y vimos alumbrar acontecimientos tan singulares como la Exposición Universal de 1992, o la explosión de la industria agroalimentaria y el desarrollo turístico de nuestras costas y ciudades monumentales.

Una potente inversión pública en infraestructuras propició un despegue que, sin embargo, no logró romper el triángulo maldito que hoy pervive entre nosotros: un reparto no equilibrado de la riqueza y sus correspondientes bolsas de pobreza; un desarrollismo fuera de lógica, en manos de capital extranjero, sin regulación objetiva ni visión social de largo plazo; y una clase dirigente burocratizada y dependiente de las órdenes de Madrid, sin autonomía real para tomar sus propias decisiones.

Por eso mi hijo ha tenido que marcharse, porque aquí, en su tierra, le ofrecían contratos en precario que le imposibilitaban una vida digna y a futuro; donde la vivienda no es un derecho si no un privilegio convertido en boyante negocio para una minoría. Los jóvenes más preparados se están marchando, no con maleta de cartón en asientos de madera; pero es lo mismo, aunque se vayan en aviones, siguen siendo tan emigrantes como lo fueron mis padres. 

El círculo vuelve a cerrarse a favor de intereses que no construyen la verdadera Andalucía, con servicios públicos en precario, convirtiendo, poco a poco, en negocio lo que antes era un derecho. Tengo que felicitar a quienes, desde la Junta de Andalucía, llevan la imagen del presidente Moreno, vendido públicamente como un moderado, centrista y equilibrado negociador, obviando situaciones que siguen marcando el día a día de esta tierra y que ocultan una realidad poco dialogante.

Por ejemplo, según la última Encuesta de Condiciones de Vida, las tasas de riesgo de pobreza o exclusión social más elevadas en el año 2024 en España se dieron en Andalucía (35,6%), Castilla - La Mancha (34,2%) y Extremadura y Región de Murcia (32,4% en ambas). Esta es una realidad incuestionable que, además, oculta la presencia de un dinero negro que no se declara y convierte en cautivos a muchos trabajadores. Negar esta evidencia no significa que no exista, por mucho que hablemos del éxito de muchas empresas cuyos beneficios se marchan fuera de Andalucía, como ocurre en las inversiones hoteleras, con autobombo incluido y contratos laborales locales de bajo nivel.

Andalucía es, en la práctica, casi el 20 por ciento de la población y el territorio español, pero no consigue dejar de ser un escenario hostil donde se dirimen batallas diseñadas fuera de sus fronteras y donde nos acabamos creyendo nuestra propia propaganda. Soy andaluz y me gusta mi tierra, pero poco tiene que ver con la Andalucía oficial que hoy volverá a ser el centro de atención, con el himno de Blas Infante incluido.

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