A los que hemos vivido-y sufrido-como en mi caso, el reptante mundo de los departamentos de la Universidad no nos pilla de sorpresa el escándalo de Cristina Cifuentes, la presidenta de la Comunidad de Madrid, y su no-Máster. Tampoco que no haya dimitido. Aquí a la gente, aunque los pillen con sobres con dinero que se dejan los multimillonarios montadores de muebles de IKEA, no dimiten hasta que los han esposado y por imperativo legal. No es Cifuentes la primera, ni la única, y no me refiero sólo al también dudoso del señor Pablo Casado, ni será el último, vaticino. Esto no es un consuelo. Más bien una penuria moral e intelectual en este país, y una evidencia: la transparencia y la despolitización también ha de llegar a los rectorados, departamentos y aulas de las Universidades españolas.

Nadie entienda mi reflexión como una enmienda a la totalidad de la Universidad, ni una deslegitimación de la misma. La Universidad, y la Universidad Pública en particular, debiera ser el Alma Mater del pensamiento y el crisol de nuestras sociedades. También me consta que hay profesionales académicos que se dejan la vida con los medios y el desprestigio que casos como este significan, en dignificarla. Pero no seamos ingenuos, también es cierto que, desde hace casi dos siglos, y más en nuestro tiempo, el  mundo universitario es un hábitat particularmente tóxico.

Resulta penoso recordar cómo Pío Baroja hace un retrato en su novela El árbol de la ciencia, de 1911,  que sigue estando vigente hoy en cuanto a vanidades apenas satisfechas, parcelas de poder departamental, peloteros que consiguen sus títulos a base de trabajarse el despacho, y lo que no es el despacho, taifatos apoltronados con nombres propios, alumnos brillantes desanimados por envidias o celos, etc. A eso hay que añadirle que, la oligarquía de nombres propios y familias de catedráticos han ido siendo desplazadas por aquellos de unos u otros partidos políticos que han convertido los órganos de gobierno de la Universidad y de los departamentos, en caladeros de prosélitos y partidarios, en cuotas de poder en las que el conocimiento y el mérito son lo último que importa. Esto no es una broma. Si Cifuentes es la responsable de sus actos, también lo son, si no en mayor medida, los que, desde sus responsabilidades académicas los han propiciado, permitido, alentado, encubierto o, incluso, compartido, porque les venía bien para sus propias regalías y/o prebendas. Quiero decir con esto que, si Cifuentes ya tarda en dimitir, y habrá que ayudarle a hacerlo, hay que ser igual de tajante o más con los responsables universitarios, responsables en su parte alícuota, de la corrupción.

Recuerdo cuando los dirigentes de cierto partido nuevo que ahora andan matándose también en Madrid, esgrimían, cinco de las cuatro veces que hablaban que eran ”profesores universitarios”, me recorría un escalofrío casi mortal. Días en los que casi me tatúo los versos de Rubén Darío: “de las epidemias de horribles blasfemias,/de las Academias,/líbranos, señor”. Me retrotraía a los años en los que yo salí huyendo de la universidad en busca de la literatura y la vida, dejando aquella pugna de vanidad y de politiquillos de salón, en los pasillos de los departamentos. Hoy veo a algunos de aquellos iluminados de canuto y profesionales de la lisonja, y no sé si asisto a una representación amateur de la Farsa y licencia de la Reina Castiza de Valle-Inclán. También me espeluzna ver y oír cómo alguno y alguna se dan golpes de pecho y elevan discursos indignados cuando yo sé, como muchos, con cuantas manos y ayudas han casi no escrito sus doctorados; cuántos entramados previo pago les han elaborado a otros sus TFM o incluso los doctorados, con la aquiescencia de sus directores de tesis o, incluso, cuanto doctor, ahora destacado dirigente político, ha plagiado sin pudor para conseguir ser “Ilustrísimo señor”. Un poquito de pudor, de prudencia al menos, porque aquí hay un melonar…y a lo mejor yo abro alguno…

Me gustaría, eso sí, que en los próximos cursos de verano alguien propusiera un master en políticas y universidad y que, desde todos los partidos políticos, se propusieran en serio devolver el ámbito académico al que debe ser el suyo, que es el del conocimiento y la excelencia. De otra forma, nuestra universidad seguirá siendo ése árbol de la ciencia cada vez más enfermo y de manzanas más podridas, que no dé mayor fruto que el de su podredumbre endógama.