Con todo el vodevil, incluyendo el error humano de un diputado de la oposición, el abandono de los socios, y más de una sospecha de tamayazo, finalmente se aprobó la reforma laboral tantas veces anunciada y demorada. Se trata probablemente de la reforma labora con mayor consenso entre los agentes sociales y la que más ruido ha generado en el parlamento. Ruido porque las anteriores tuvieron mayorías parlamentarias más que sobradas para su aprobación, en muchos casos con un único partido, en las que se imponía una determinada visión de las relaciones laborales apoyándose únicamente en los votos que ofrecían las grandes mayorías del pasado. En aquellos casos, las reformas solían terminar con una convocatoria de huelga general, como la huelga de 2002 contra el decretazo, la de 2012 contra la reforma del PP, la de 1988, contra el plan de empleo juvenil, o la media jornada de huelga de 1994. Lo que generaba mayorías en el congreso generaba protesta sindical. En esta ocasión ha ocurrido al revés: el acuerdo de los agentes sociales ha dado lugar a un desacuerdo entre las fuerzas politicas.

Las razones para ese desacuerdo no hay que buscarlas en los contenidos de la norma, que es, lógicamente perfectible, y que en ningún caso representa la posición de máximos de las partes negociadoras, sino un lugar de encuentro entre intereses divergentes. Este es precisamente lo que otorgaba de fortaleza a la reforma, pues una vez pactada por parte de los representantes de esos intereses, solo un consenso similar podría sustituirla legítimamente. Situación que buena parte de la cámara, tanto de la oposición como de los socios del gobierno, no de podían permitir. El lograr una reforma que amplía derechos, reequilibra el diálogo social y ofrece una fórmula para luchar contra la precariedad, y hacerlo además con el consenso de los agentes sociales, era algo que la oposición no podía permitir. Así que se han dedicado a calificarla de maquillaje de la anterior reforma, de no abordar los temas estructurales, de un engaño para los votantes de los partidos de izquierda… para luego terminar -salvando un diputado- votando en contra. Cabe preguntarse qué reforma habrían votado ellos. Dado que la reforma, según sus análisis, mantenía el cuerpo de la reforma de 2012, es probable que les hubiera gustado llegar más lejos en materia de erosión de la capacidad de negociación de los sindicatos y una mayor flexibilidad en el despido.

Al otro lado del espectro político, también por motivos poco entendibles, partidos aliados del gobierno han votado en contra por considerar la reforma insuficiente, decepcionante, y poco ambiciosa. La razón de esos calificativos no está en los contenidos de la misma, sino en el hecho de que la reforma haya sido pactada con la CEOE, y, es más -anatema- votada por Ciudadanos. “Si la CEOE apoya la reforma no puede ser buena”. Así, la primera reforma que amplia derechos de los trabajadores en España en décadas, ha sido denostada y despreciada hasta el punto de casi hacerla descarrilar.

Mucho se ha escrito en los últimos años sobre la necesidad de renovar nuestro contrato social sobre nuevas bases, algo a lo que prácticamente todo el arco parlamentario se apunta, sin quizá saber muy bien qué significa eso. El ahora presidente del Consejo Económico y Social, Antón Costas, ha publicado hace poco, conjuntamente con Xose Carlos Arias, un libro dirigido a perfilar los contenidos de ese nuevo contrato social (Laberintos de Prosperidad). Se acaba de publicar en español el libro de la directora de la London School of Economics, Minouche Shafik, también sobre la necesidad de renovar el contrato social (Lo que nos debemos unos a otros). El acuerdo logrado en el marco de la reforma laboral, que acompaña a otros importantes acuerdos sociales logrados en los últimos años entre patronal, sindicatos y gobierno, es un pilar clave para que España pueda materializar ese nuevo contrato social. Si somos capaces de consolidar esa tendencia y fortalecer la voluntad de diálogo, habremos avanzado mucho. Cabe preguntarse si esa nueva centralidad socioeconómica, que incluye a una mayoría parlamentaria y a los principales agentes sociales de nuestro país, podrá seducir a los sectores que, hasta el momento, se han mostrado más refractarios. Si lo consigue, podemos mirar al futuro social de nuestro país con cierto optimismo. Para ello, hace falta una madurez, una amplitud de miras y una voluntad de contribuir que no siempre brillan en nuestro panorama político, pero no desesperemos. Tendremos tiempo para seguir insistiendo en ello.