Esta semana comienza en Madrid la vigésimo quinta Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático. Debería haberse desarrollado en Santiago, pero las protestas en el país aconsejaron su traslado a otra ciudad. España se ofreció y el resultado es la celebración de la misma en nuestra capital. A lo largo de dos semanas, se desarrollarán los componentes oficiales de la cumbre, al tiempo que la sociedad civil, los centros de estudio y otras organizaciones aportan sus espacios de reflexión a la misma.

La cumbre llega en un momento determinante: el Parlamento Europeo acaba de declarar la “emergencia climática”, lo cual, aunque no tiene una consecuencia política precisa, sí supone un reconocimiento del grado de importancia y urgencia que se otorga al reto de estabilizar el clima y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Lograr cumplir los objetivos previstos por la Unión Europea -una reducción de emisiones de gases de efecto invernadero del 40% para el año 2030, desde los niveles de referencia- parece una misión imposible para algunos, al tiempo que para los científicos y activistas parece un objetivo demasiado poco ambicioso. En el horizonte de 2050, el objetivo es lograr sociedades neutrales en carbono. El grado de transformaciones necesarias para lograr el cumplimiento de dichos objetivos es francamente ambicioso: tendremos que mejorar drásticamente la eficiencia energética de nuestra economía, sustituir masivamente las fuentes de energía basadas en combustibles fósiles por fuentes renovables y limpias, eliminar y sustituir fuentes de emisiones vinculadas a sectores económicos como la agricultura o la construcción, promover la economía circular para evitar la generación de residuos y el consumo de nuevos recursos, y renovar completamente la flota e infraestructuras en las que se basa nuestro transporte en carretera. Los retos son prácticamente inabarcables, y disponemos de muy poco tiempo para desarrollar los cambios necesarios.

El ritmo que se necesita para generar estos cambios es tal que es poco probable que los mercados sean capaces de solventar estos problemas por sí solos: como señalaba Nicholas Stern, el cambio climático es el mayor fallo del mercado de la humanidad, y necesita de la intervención de un sector público activo en materia de inversiones en infraestructuras, regulación de los mercados y promoción de los cambios en conducta de los consumidores y empresas. En un reciente libro, 'El New Deal Global', Jeremy Rifkin estima que se deberán sustituir infraestructuras por valor de 100 billones -billones españoles- de dólares, una cifra absolutamente desorbitante, que representa más que el propio Producto Interior Bruto mundial, estimado en alrededor de 80 billones de dólares. Si damos por buenas estas cifras, en los próximos 30 años -hasta el año 2050- el planeta debería dedicar alrededor de un 2,9% del PIB anual en promover esta transición global, lo cual es una cifra considerable pero no imposible de alcanzar. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente señala una cifra de un 2% del PIB Mundial para lograr la transición ecológica, cifra a la que se aproximó Nicholas Stern en su informe sobre la economía del cambio climático en 2008.

Un 2% de la economía mundial es una cifra abordable pero muy considerable: será difícil movilizar esos recursos. Pero tenemos que observar cual es el coste del escenario alternativo. El propio Nicholas Stern señalaba un coste de hasta un 20% del PIB mundial para finales del siglo XXI. Otros estudios más recientes, como el publicado por el Fondo Monetario Internacional en octubre de este mismo año, señalan un coste de alrededor del 7% del PIB mundial a finales de siglo, reduciendo el impacto al 1% si se cumpliera el acuerdo de París. Cifras en todo caso muy superiores al coste de poner en marcha los procesos de transición.

Cualquier ciudadano sensato entendería entonces que merece la pena invertir en la transición ecológica si los resultados son, a largo plazo, evitar costosas pérdidas. Pero la palabra clave aquí es el “largo plazo”. Realizar hoy inversiones costosas para evitar posibles daños en el largo plazo supone un ejercicio de previsión que el ser humano no parece dispuesto a realizar de manera espontánea, por lo que el establecimiento de incentivos, programas de inversión pública y regulaciones para redefinir el modelo productivo y energético global es absolutamente imprescindible. Para los amantes de la libertad de mercado, la política de cambio climático supone por lo tanto una grave amenaza, en la medida en que hace necesario un alto grado de coordinación y cooperación muy lejos de los mantras habituales de mercados libres y agentes plenamente racionales. Para los anticapitalistas, luchas contra el cambio climático es incompatible con la preservación del crecimiento económico y la economía de mercado. Entre ambos extremos, se está moviendo hoy la ciencia económica para construir una política de lucha contra el cambio climático eficaz, realista y los suficientemente consistente como para ser efectiva. Nos jugamos mucho en cómo la abordamos y ponemos en marcha.