La tarde-noche del 29 de octubre todo cambió en la provincia de Valencia. Cinco días antes, la Agencia Española de Meteorología (AEMET) ya informaba de la llegada de una importante depresión aislada en niveles altos (DANA). 24 horas más tarde, el organismo activaba su Plan de Inundaciones. El día 26 la previsión era mucho más precisa, marcando en rojo los días 29 y 30 como los más peligrosos por la llegada de precipitaciones intensas, extensas y persistentes.
Advertencias que provocaron movimientos el día 28, con alcaldes de la Ribera, a orillas de los ríos Júcar y Magro, cancelando clases; la embajada de Japón enviando correos electrónicos a sus compatriotas residentes en las zonas afectadas para advertirles del peligro al que se enfrentarían la jornada siguiente; consellerías como la de Medio Ambiente cancelando reuniones con representantes sindicales; las universidades valencianas dando el día libre a sus alumnos y la Dirección General de Función Pública suspendiendo un acto de elección de destino para funcionarios. Una cronología que se desbordaría el día 29, como reflejan los tres tomos y más de 1.000 páginas del sumario de la causa de la DANA, instruida en el juzgado de primera instancia nº 3 de Catarroja, al que ha tenido acceso ElPlural.com.
Entre las 18.30 y las 19.30 horas, F.R.C., vecino de Catarroja, bajaba al garaje para sacar su coche al ver la crecida de la riada. Trató de hacerlo rápido, sin cambiarse, en zapatillas de ir por casa y un pijama verde a cuadros. Lo encontró la UME tres días más tarde. Algo antes, V.C. (62 años), tuvo la misma idea y decidió bajar al subterráneo junto a su mujer, viéndose ambos sorprendidos por el agua y quedándose atrapados y aferrados a una barandilla. Él no aguantó lo suficiente, escapando de las manos de su propia esposa y ahogándose mientras ella, desconsolada, permanecía hasta ocho horas resistiendo con todas sus fuerzas a que lo peor pasase y sus vecinos bajasen a socorrerla. A las 19.00 horas, una familia asiática de cuatro integrantes se veía sorprendida por el agua dentro del bar que regentaban. La primogénita (H.U.I.), de 11 años, fue la primera en intentar salvarse subiendo a través de una cuerda lanzada por la vecina del primer piso. La cuerda, no obstante, era demasiado corta, así que probaron con una escalera. Finalmente, la riada provocó que cediese y ella fuese encontrada dos días más tarde a tres kilómetros de distancia, cerca del Leroy Merlin de Massanassa.
Son solo tres de los cientos de ejemplos que se pueden leer en el sumario, en los atestados policiales y las denuncias de quienes han visto perecer a sus hijos, padres, hermanos y amigos. Actas de levantamientos de cadáveres, libros de familia, fotografías, partes de desaparición e informes funerarios de quienes murieron con los pulmones llenos de barro. Un ejercicio de archivo y recolección de una negligencia evidente. Ejemplos, como los expuestos anteriormente, que son fácilmente comparables con lo que sucedía en los despachos principales de los competentes en la gestión de estas catástrofes.
Mientras un trabajador de la ONCE trataba de resguardarse en su kiosco, donde todos los días abría hasta las 21.00 horas, o cuando una familia veía desaparecer a sus dos hijos, de tres y cinco años, tras observar cómo se derrumbaba la pared del salón, los plenipotenciarios en la gestión esperaban al President de la Generalitat, Carlos Mazón, en el CECOPI. La alerta, de hecho, sería enviada a las 20.11, antes de que el Molt Honorable llegase al centro de mando de la Eliana y más tarde de que el grueso de los nombres que hoy forman parte de los 224 presentes en el archivo de la muerte de la causa ya hubiesen fenecido.
No fue por falta de advertencias. Antes incluso de que Carlos Mazón llegase al restaurante ‘El Ventorro’, donde disfrutó de una comida y una copiosa sobremesa, atendiendo a las horas que se estima que el President dio por terminado su banquete de trabajo con Maribel Vilaplana, periodista a la que el mandamás de la Generalitat ofreció, presuntamente, la dirección de la radiotelevisión pública valenciana À Punt, la Diputación de Valencia ya había mandado a sus trabajadores a casa (14.00 horas); la alerta de la AEMET ya era roja; la delegada del Gobierno, Pilar Bernabé, ya había puesto en aviso a todos los trabajadores públicos al servicio de la Administración Central (Policía Nacional, Guardia Civil, Protección Civil, DGT, UME…); el tráfico estaba cortado y la Conferencia Hidrográfica del Júcar avisaba, minuto a minuto, de los desbordamientos en el río Magro, la Presa de Forata o el Barranco del Poyo.
La reunión del CECOPI
La toma de decisiones del CECOPI, centro de mando para la emergencia con Salomé Pradas al frente, es una de las cuestiones más discutidas por las autoridades. La reunión empezó a las 17.40 horas, aunque rápidamente se adoptaría la decisión de paralizarla durante 30 minutos para abordar lo sucedido desde la calma y la reflexión. Casi tres horas más tarde, a las 20.28, llegaría Carlos Mazón al espacio habilitado en La Eliana. La alerta, no obstante, nadie sabe si por el retraso del President o por las dudas de los presentes, se envió a las 20.11 horas. Demasiado tarde, como constata la jueza instructora de la causa que investiga la responsabilidad detrás de los cientos de homicidios imprudentes de las personas que no fueron avisadas ni advertidas. Personas que volvían del trabajo, del supermercado o que sencillamente estaban en sus casas tranquilamente como una tarde más.
Personas que, como cualquier valenciano ante una lluvia torrencial, habitual en estas zonas del Mediterráneo, se preocuparon de poner su coche a salvo. Historias que empiezan por un Ford Kuga en Catarroja, un Mercedes GLK en Benetússer, un Fiat Marea Daewoo en Massanassa o un Renault Kangoo en Sedaví. Incluso en una caravana, como M.A.H., quien vivía sobre cuatro ruedas muy cerca del barranco del Poyo, o en un carrito eléctrico de color negro y verde en el que un trabajador de la ONCE acudía y volvía diariamente de su puesto de trabajo. Historias de personas queridas, sí, pero también de quienes convivían con la soledad, como el heroinómano vagabundo que solía frecuentar un supermercado cercano soportando sus días sin saber nada de su propia hija desde hacía ya más de medio año. Desaparecidos y finados de todas las edades, pero mayoritariamente de avanzada edad y extrema vulnerabilidad. Muertos evitables con restos de comida en el plato, con sus “datos personales anotados con barro en las paredes”, con llamadas de teléfono que acabaron en un pitido infernal de una conexión comunicando.
En la Eliana, mientras estas historias pasaban a formar parte de la memoria colectiva del pueblo valenciano, quien este domingo reclamó por quinta vez la dimisión de Mazón en una nueva manifestación histórica, las horas pasaban lentas. La indecisión era evidente. Tanto que incluso se llegó a valorar mandar la alerta masiva a través del sistema Es-Alert dos horas antes, a las 18.00 horas, como corrobora que así se le avisase a la empresa que gestiona el 112, Ilunion IT Services. Un aviso que finalmente quedó en stand by mientras la alcaldesa de Paiporta avisaba de que desde su ventana “veía inundarse a su pueblo” y el presidente de la CHJ advertía de la “lentitud” en la toma de decisiones.
Finalmente, fue a las 20.11 cuando la alerta llegó a todos los móviles. Tarde y mal, ya que en ningún momento en el mensaje se daban indicaciones procedimentales como subir a pisos altos para evitar ser arrollados por las riadas. Una alerta que empezó a sonar, de forma estridente y coordinada, cuando localidades como Paiporta, Catarroja, Picanya, Sedaví, Benetússer o Algemesí se encontraban ya inundadas, los desaparecidos se contaban por cientos, los coches salían disparados de un lugar a otro, los escombros arrollaban todo a su paso y municipios enteros se encontraban sin luz.
El síndrome del superviviente
La peor parte está escrita en obituarios y partes de desaparición en manos de la Policía Científica y del Centro Nacional de Desaparecidos, dependiente del Ministerio del Interior. 224 fallecidos descritos de forma tan precisa como fría en un sumario que te golpea con una crueldad inenarrable. Desde la tercera persona, en algunas ocasiones, como cuando la jueza instructora se refiere al “síndrome del superviviente” en referencia a la culpabilidad que siguen arrastrando aquellos que sobrevivieron a la tragedia; y desde la primera, cuando una peluquera narra que su marido no tuvo la fuerza suficiente para trepar a un primer piso agarrado a una sábana, siendo engullido por el agua frente a sus propios ojos.
“El daño psicológico sufrido por los familiares de los fallecidos se incrementó en este caso por la destrucción sufrida en los municipios, la tardanza en la llegada de la ayuda, la ausencia de servicios básicos de agua, luz, electricidad, teléfono, inmuebles sin ascensor, comercios completamente destruidos, las dificultades en la obtención de comida, el barro omnipresente en las calles, generando todo ello un entorno de desolación. A ello singularmente se le ha de sumar el tiempo transcurrido desde la desaparición hasta la localización de algunos de los fallecidos, lo que aumentó considerablemente el sufrimiento de los familiares”, explica la jueza.
Como esa hija que narra que su padre murió tras no aguantar más aferrado a una farola. Muerte que presenció en directo, pero que no pudo llorar frente al cuerpo hasta el día 13 de noviembre, dos semanas después del suceso, cuando fue encontrado por los equipos de rescate y de búsqueda de desaparecidos. Profesionales que estaban desbordados, al igual que los trabajadores del 112 encargados de recibir las llamadas pidiendo auxilio, dejando tras de sí historias como el de un vecino que llamó para reclamar el levantamiento de un cadáver durante tres días, sin que por allí apareciese nadie, o el de quienes se encontraron a un muerto debajo de un coche la mañana después de la tormenta y siguieron viéndolo durante los próximos cinco días sin que por la zona ningún advirtiesen la presencia de ningún policía, ni bombero ni profesional capacitado para su levantamiento.
Un dolor que no se borra de la memoria y que es digerido en muchos de los casos con Diazepam y ayuda psicológica, en su mayoría autofinanciada por las víctimas ante la incapacidad de la Generalitat de proporcionar el servicio. Un dolor del que surgen un sinfín de preguntas e interrogantes sin respuesta. Un dolor evitable si la alerta hubiese llegado antes. Directamente a los móviles, como permite la tecnología, o como en el 57: “Mi tío, que trabajaba de guardia municipal, daba el aviso a la gente en bicicleta, calle por calle, o sonaban las campanas de la Iglesia para advertir de una inundación, a fin de que la gente subiera a zonas altas. No lo entiendo”.