Mucho ha llovido ya desde que Felipe VI ascendiera al trono tras la abdicación de un Juan Carlos I rodeado por escándalos y con una imagen lastrada. En concreto, más de cuatro años, en los que es imposible cuantificar la situación de la Monarquía española. En su adiós a los españoles sobre los que llevaba 39 años reinando, Juan Carlos I les insistió en el dilatado currículum de su hijo -el relato de “el preparado”- y justificó el cambio en el “impulso de renovación” que había “despertado” entre sus súbditos.

Los mimbres para una renovación dinástica estaban ahí: Felipe VI no sólo llegaba al trono con un cargamento de experiencias vitales y formación tanto civil como militar; del brazo también llegaba con una Reina salida del pueblo llano, a la que los españoles ya conocían por ese vulgar –de vulgo- aparato llamado televisión, y a la que se le atribuía un mítico perfil republicano cuyos únicos frutos han sido las habas de las peleas domésticas que cuecen en todas las casas.

Sin embargo, la renovación vino y no hubo nada. Todo se quedó en fuegos de artificio: vídeos de la Familia Real tomando sopa de acelgas, los monarcas llevando a las niñas a su elitista colegio privado… Gestos para una galería que ahora tiene forma de redes sociales. Unos foros públicos donde se propagan los mismos chistes que antes se hacían en privado, alentados por una prensa que abandonó el pacto de silencio sobre la Monarquía el día que el cuento de hadas fue abatido en Botswana.

A esto hay que sumar una deficiente estrategia de marketing de la Casa Real, que pasa por llevar al Rey a dos palmos de los afectados por las inundaciones en Mallorca -¿nadie previó el incidente de la escoba, tras la visita de Rafa Nadal?- y a darse un paseo por el Metro de Madrid, el emblema de la movilidad de la clase obrera que no había pisado en su vida.

Ante semejante panorama, la única ventana de oportunidad para el Rey llegó con el conflicto catalán, pero Felipe VI la cerró con estruendo con su discurso del 3 de octubre de 2017. Por mucho que sus actuales pintores de cámara se empeñen en presentarlo como el día que el jefe de Estado volvió a parar un golpe de Estado, ya no cuela. El Rey perdió su oportunidad de forjarse una leyenda de reconciliación, dio la espalda a los catalanes huérfanos de discurso nacionalista y se mostró inclemente con quienes aspiraban a la independencia.

La reprobación del Parlament a Felipe VI no deja de ser un gesto vacuo, pero un gesto, al fin y al cabo, otro más como el de esos dos estudiantes que le han dado plantón, que apuntala la sensación de que la Monarquía española pasa por su peor momento en lo que llevamos de democracia.  

Y nos vemos obligados a hablar de sensaciones, al menos a nivel nacional, porque el CIS lleva tres años -casi toda la etapa de Felipe VI- silenciando en sus encuestas el sentir de los españoles respecto a la Monarquía. En concreto, desde que la institución suspendió con un clamoroso 4,34, por debajo de la Guardia Civil, las fuerzas armadas y los medios de comunicación.

 Pero, como bien recordaba Neus Tomàs, sí hay otros datos que corroboran esta sensación. El Centre d'Estudis d'Opinió (el CIS catalán), realizó una encuesta -bajo mandato de Mariano Rajoy y su 155- en la que la Monarquía sacaba un 1,7, menos incluso que el Gobierno del PP que mandó las porras a frenar el referéndum. Y un sondeo de CTXT señalaba que el apoyo al Rey está por debajo del 50% a nivel nacional, con datos muy bajos en Euskadi, Cataluña y Baleares.

La sensación es extendida y en Izquierda Unida, de los pocos partidos abiertamente republicanos, ya se frotan las manos y exigen que el Congreso le pida al CIS que vuelva a preguntar por la Monarquía. En teoría, no hará falta, porque para noviembre o diciembre, la central pública de encuestas volverá a preguntar, de manera no vinculante, a los españoles. Entones, en vísperas de un nuevo discurso navideño de Felipe VI, saldremos de dudas.