Pedro Sánchez ha cruzado sin heridas de consideración el ecuador de su segundo mandato como presidente del Gobierno de España, pero los doctores en demoscopia certifican un debilitamiento de las constantes vitales del presidente y coinciden en un pronóstico reservado sobre el estado de salud de su gabinete.

Recordémoslo de pasada: se entiende como reservado el pronóstico con que el médico declara que no se puede predecir la evolución futura de una lesión o de una enfermedad porque los síntomas no son suficientes o porque hay riesgo de que surjan complicaciones.

Todas las encuestas dicen más o menos lo mismo: las derechas aventajan con claridad a las izquierdas gracias al empuje de Vox. La estrategia del PP de Pablo Casado, de ascendencia inequívocamente aznarista, le está dando excelentes réditos… a Vox.

El ‘váyase, señor González’ ha evolucionado al ‘usted no tiene derecho a estar ahí, señor Sánchez’. Estamos en tiempos de brocha gorda y el artista de referencia del momento es Santiago Abascal: Casado le lleva el cubo de pintura y mueve la escalera hasta las fachadas donde el líder ultra exhibe sus bárbaras habilidades pictóricas.

Han sido solo dos años de Gobierno de coalición pero a la memoria colectiva le parecen el doble porque la pandemia ha tergiversado nuestra percepción del tiempo debido a la incertidumbre, el dramatismo y la intensidad con que hemos vivido estos últimos 22 meses.

Para el presidente ha sido una mitad de legislatura sobrecargada de riesgos y asechanzas, los más graves de ellos derivados no tanto de la presencia de Unidas Podemos en el Gobierno –aunque algo también– como de unos aliados parlamentarios con legítima y muy importante representación en el Congreso pero situados extramuros de los grandes consensos constitucionales en materias tan sensibles como la organización, la forma y aun la naturaleza misma del Estado.

Sánchez habría podido evitar esa dependencia parlamentaria que tantos votos le está costando en las encuestas si, tras los comicios de la primavera de 2019, no hubiera sucumbido a la codicia electoral y pretendido mejorar en la convocatoria de noviembre el buen resultado de abril, cuando reunió con Unidas Podemos 165 escaños que, sumados al PNV y los regionalistas, le habrían permitido prescindir de los diputados de Esquerra o de Bildu.

Pero, como no hay mal que por bien no venga, la dependencia del independentismo catalán ha tenido a su vez el saludable efecto de favorecer un apaciguamiento emocional y político que, aun siendo muy provisional, la inmensa mayoría de los exhaustos catalanes ha recibido con alivio tras un lustro interminable de furia, impotencia y desconsuelo.

Incluso los indultos a los condenados en el juicio del procés, que parecía que iban a achicharrar al Gobierno, a la postre solo parecen haber chamuscado las expectativas soñadas por los irredentos partidarios del cuanto peor, mejor.

Tras dos años de mandato, puede decirse que el Gobierno de España goza de una extraordinaria mala salud de hierro. En ese contexto –paradojas de la política–,  el mayor éxito del gabinete del ‘socialista’ Pedro Sánchez ha sido obra de la ‘comunista’ Yolanda Díaz. Las comillas en socialista y en comunista no son del todo inútiles: alertan de que la denominación ideológica que verdaderamente les cuadra a ambos es la de socialdemócrata: socialdemócrata más bien moderado en el caso de Sánchez y socialdemócrata más bien radical en el caso de Díaz.

Mientras, los pobres columnistas de la derecha se afanan en embutir a Yolanda Díaz en los ásperos y polvorientos trajes diseñados en la Rusia comunista, pero constatan con desazón que ninguno de los modelos en oferta es del estilo ni la talla de la vicepresidenta tercera del Gobierno. Qué buena líder sería, por cierto, Díaz si tuviera detrás un partido al que liderar, y no esa amalgama de siglas, confluencias, etiquetas abstrusas y simpatías letales de tan problemática fiabilidad como herramienta para gobernar un país.

Por su parte, Pedro Sánchez es, ciertamente, el menos socialista de los secretarios generales que ha tenido el PSOE, pero –otra paradoja más– el único que ha gobernado en coalición con una formación como Unidas Podemos cuya matriz genealógica es el Partido Comunista de España. Antes que genuinamente socialdemócrata, Pedro Sánchez es un político genuinamente pragmático: fría, inequívoca e implacablemente pragmático.

¿Ese pragmatismo extremo le perjudica electoralmente? Si fuera un político de derechas, no; siendo de izquierdas no le favorece. El votante de izquierdas es más sensible a la virtud que el de derechas: éste prefiere ser gobernado por un cínico; aquél, por un santo. En Pedro se adivina un cínico vestido de santo y esa circunstancia le resta simpatías.

En todo caso, ¿puede el Gobierno dar la vuelta a los sondeos en los dos años que teóricamente le quedan de legislatura? Será complicado teniendo en cuenta que, con una gestión mucho más que aceptable –subida del salario mínimo, ley de eutanasia, reforma laboral, acceso temprano a los fondos europeos, recuperación económica, pacificación de Cataluña– en un tiempo mucho más que meramente complicado, no ha conseguido taponar esa hemorragia de votos que tantas encuestas certifican.