Aznar, Vargas Llosa y Sarkozy. Las tres joyas de la pedrería conservadora con que Pablo Casado buscaba engalanar la corona con que hoy será ungido en Valencia como rey indiscutible de la derecha española han brillado en la dirección equivocada: su fulgor ha tenido la luz inversa y opaca del plomo, no la claridad deslumbradora de las alhajas de incontables quilates.
En las sesiones de la convención del PP que protagonizaron, Aznar estuvo pendenciero, el neocón Vargas Llosa enterró para siempre al liberal Mario y una nueva condena por corrupción abochornaba a quienes 24 horas antes habían aplaudido con orgullo internacionalista el rumboso besamanos de Casado al expresidente de Francia.
A la onerosa convención itinerante del PP, cuyos focos debían agigantar la figura de Casado, le ha sucedido como a esos montajes teatrales de un texto inmortal en los que la escenografía, la iluminación y el vestuario son tan vistosos y originales que a los espectadores les cuesta atender al contenido mismo de la obra o incluso interesarse por las vicisitudes de su protagonista. La pedrería ha brillado más que el propio rey.
Se siente, se siente, Isabel está presente
Y por si ello fuera poco, Isabel Díaz Ayuso ha interpretado con gran éxito desde el remoto tablado de las Américas el papel de la Gran Ausente: pérfida Rebeca cuya figura espectral ensombrece el futuro que los guionistas de Génova han escrito para el incierto señor de Manderley.
Con buen instinto mercadotécnico aunque la elección no estuviera exenta de riesgos, la convención se clausura este domingo en la Valencia donde, según recordará con melancolía la militancia más veterana, Aznar y Rajoy dieron los mítines de cierre de las campañas que los llevaron a la Moncloa.
Eran, sin embargo, otros tiempos. Hoy, ni Valencia es ya Valencia ni Casado es quienes lo eligieron presidente del PP creían que iba a ser: no es el líder irónico, previsible y cachazudo que fue Mariano Rajoy pero tampoco el torvo, imperativo y destemplado patriarca que fue José María Aznar.
Más de hojalata que de acero, el liderazgo de Casado no está formalmente en cuestión, pero ha de lidiar con la perturbadora circunstancia de saber que si hoy se celebraran en el Partido Popular unas primarias sin trampa ni cocina, la vencedora indiscutible sería Isabel Díaz Ayuso. Sin los malos presagios del factor Ayuso, tal vez Casado no habría montado el desmesurado circo de una convención cuya duración, tamaño y presupuesto no encuentran parangón en la historia reciente del Partido Popular.
Juventud, egolatría
Pensada en teoría para abrir el partido a la sociedad y enriquecer su patrimonio ideológico con las aportaciones de nombres señeros de la institucionalidad conservadora europea y latinoamericana, la convención no ha materializado ese bello objetivo, pero sí ha tenido éxito en su propósito de satisfacer la egolatría del joven Casado, ensalzándolo sin pudor e invistiéndolo de una gloria algo impostada y zalamera pero suficiente para disputar con muchas opciones el Gobierno de España al conglomerado ‘socialistacomunistagolpistaterrorista’ que capitanea el felón Pedro Sánchez.
Casado quiere comerse a Vox pero no sabe cómo. Le gustaría no tener que pactar con ellos, pero no por remilgos democráticos ni reparos éticos sino porque, primero, podría ser un mal negocio electoral y, segundo, por el precio exorbitado que Abascal le haría pagar a cuenta del menosprecio y las ofensas que Casado le infligió en octubre de 2020 en el Congreso de los Diputados, con motivo del debate de la fallida moción de censura de Vox contra Sánchez.
Aunque los sondeos no desacreditan la estrategia de parecerse a los ultras lo más posible, como ha hecho Ayuso en Madrid, tampoco ofrecen pruebas concluyentes de que ese sea el mejor camino: el PP sube en las encuestas, pero Vox resiste. Y aun con todo, derecha y ultraderecha no acaban de sumar con claridad los escaños necesarios para gobernar.
Además, queda mucho para las elecciones: para unas elecciones que para Casado serían las últimas si no saliera de ellas como presidente del Gobierno, porque Ayuso –¡presidenta, presidenta!, bramaba unánime la convención a su llegada– daría entonces el gran salto para desalojarlo de Génova. Casado necesita ser Ayuso para impedir que Ayuso sea Casado.
Aplausos montaraces
Retengamos este dato: los aplausos fervorosos que arrancó Aznar en Sevilla con el tono injurioso y valentón que utilizó para referirse al presidente de México, a las poblaciones indígenas de América o a la España plural que tanto dice respetar fueron los propios de una audiencia nominalmente del Partido Popular, pero en realidad identificada política y emocionalmente con las rancias soflamas populistas de Vox.
Tales aplausos no indican que Vox vaya a arrancarle nuevos votantes al PP, pero sí prefiguran un importante obstáculo para Casado, que podrá recuperar los votos que se fueron a Vox solo en el caso de que el partido de Abascal bajara en las encuestas lo bastante como para activar en la parroquia conservadora el voto útil a favor del PP.
Ayuso, ciertamente, lo consiguió en Madrid, donde dejó a Vox en los huesos, pero para Casado será mucho más difícil: aunque menos pueril que Ayuso, el rey de Génova no tiene el talento castizo ni el desparpajo novelero de nuestra Rebeca de Chamberí para la salida insolente, iletrada y zumbona que tanto gusta en el todo Madrid.