Hubo un tiempo en que las grandes editoriales apostaban por los autores de la narrativa norteamericana postmoderna: Alfaguara publicó a John Hawkes, a William Gaddis y a William H. Gass; Cátedra y El Aleph, entre otras, se ocuparon de John Barth; Anagrama editó varias obras de Robert Coover… Hoy, en cambio, a estos autores hay que buscarlos en los catálogos de novedades de esas editoriales pequeñas e independientes que miman sus contenidos como se hacía antaño: apostando (aunque no sólo, es obvio) por la calidad y el riesgo. A Gaddis, Gass, Barth y Coover los encontramos, en la actualidad, en Sexto Piso, La Navaja Suiza y Pálido Fuego; y a Hawkes, aunque últimamente parece un poco olvidado, lo leímos en Meettok y en la desaparecida Libros del Silencio.

A William H. Gass lo está recuperando La Navaja Suiza: a la nueva edición de En el corazón del corazón del país (traducción de Rebeca García Nieto) le siguió el ensayo Sobre lo azul (traducción de Ce Santiago), y ahora acaban de publicar su celebrada y faulkneriana y joyceana novela La suerte de Omensetter, que en líneas generales podríamos resumir así para quienes buscan primero los cuatro rasgos de un argumento: Brackett Omensetter es un tipo que llega a Gilean, Ohio, con una carreta llena de cachivaches, una mujer embarazada, dos hijas, un perro y un caballo. Omensetter es "un hombre ancho y feliz" que suele confiar en su suerte. En cuanto se adentra en la localidad logra alquilarle una casa a Henry Pimber (quien considera a Brackett "un hombre estúpido, sucio y descuidado"): una casa situada al borde del río "igual que una rana", con el porche casi devorado por la maleza y riesgo de inundación en las crecidas, dato que Pimber oculta al nuevo inquilino y que su mujer le reprocha. Cuando Pimber desaparezca y más tarde lo encuentren ahorcado en el bosque, las especulaciones no tardarán en planear por Gilean. Omensetter dice que se ha suicidado. Otros habitantes del pueblo creen que aquel lo asesinó. Y será el reverendo Jethro Furber quien primero acuse a Brackett y desconfíe de él, por una sencilla razón: mientras él se rige por la fe (aunque sea la fe de alguien violento, perverso, en realidad poco creyente), Omensetter se guía por su fortuna y su buena estrella, lo que lo va convirtiendo en una especie de sanador a ojos de los demás, pero también en una especie de farsante. "Cuanto Omensetter hacía lo hacía con tal sencillez que parecía un milagro", leemos en la página 74.

Pero el argumento, en realidad, es lo de menos. Lo importante es que los personajes arrastran esos odios, esa inquina, esa violencia natural que hemos visto en algunas novelas de William Faulkner. Y aún más importante es cómo lo cuenta Gass, sirviéndose (además de una voz en tercera persona) de la perspectiva de tres personajes que relatan el asunto según les convenga o según recuerden (el autor no olvida lo caprichosa que es la memoria y la manera en que las versiones y los juicios cambian de una voz a otra): Israbestis Tott, Henry Pimber y Jethro Furber. Y lo hace ensamblando, sin auxilio de acotaciones ni comillas ni guiones, los monólogos con los diálogos, las narraciones con el flujo de conciencia de los personajes, un poco a la manera de James Joyce y con atmósferas que nos recuerdan a Sherwood Anderson.

La suerte de Omensetter es una novela con fama de difícil. Pero en realidad no lo es, o no lo es tanto: sólo hay que ser un lector atento y saber descifrarla, saber cuándo la frase que leemos la dice un personaje, o cuándo es una paranoia mental de Furber, o cuándo es un recuerdo, o cuándo es una réplica a un interlocutor. En esta tarea ayuda sobremanera la traducción de Ce Santiago, especializado en lidiar con libros de prosa nada simple: gracias a él leemos estas páginas sin confundirnos porque ha sabido captar cada matiz y proporcionarle la fluidez adecuada.

Tanto la estructura como ese estilo que va fusionando distintos registros y técnicas variadas, sumado a los desvaríos de los protagonistas, convierten la novela en un divertido rompecabezas. Casi tan asombroso como el libro es el epílogo, en el que Gass cuenta lo que ocurrió con la primera versión: se la robaron de su despacho y sólo tenía una copia (en seguida uno piensa en lo que le sucede al profesor Grady Tripp al final de Wonder Boys, libro y película), y, tras buscar el manuscrito y rastrear los alrededores sin éxito, decidió reescribirla con ayuda de sus notas y de la memoria, en el proceso introdujo un nuevo personaje y el libro ganó en complejidad y en altura narrativa. Que no se rindiera, que decidiese acometer de nuevo la novela, nos da una medida de su talla de escritor. Otros muchos hubieran abandonado el oficio.