Nadie quiere la noche es la cuarta película en dos años de Isabel Coixet, y de ellas la que más se aproxima a lo que podemos esperar de la cineasta. Con dos actrices como Juliette Binoche y Rinko Kikuchi cargando con el peso dramático, Coixet entrega una película de supervivencia de corte íntimo que adolece de una frialdad excesiva.


Isabel Coixet estrenó en 2009 Mapas de los sonidos de Tokio y, después, hasta 2013, se dedicó a trabajar el documental hasta su regreso con cuatro películas en dos años. Esta frenética actividad, además, ha venido acompañada de unos títulos muy diversos y diferentes entre sí. Con Mi otro yo, el terror psicológico; el drama social intimista y minimalista, en Ayer no termina nunca; y la comedia en Aprendiendo a conducir. Tres títulos que, salvo el intermedio, no parecían ajustarse demasiado a lo que el espectador puede esperarse de una película de la cineasta. Nadie quiere la noche, sin embargo, sí tiene un aspecto externo que hace recordar a la Coixet de siempre, sin embargo, hay algo en su interior que también la aleja.



Una indefinición que ocasiona que la película tenga una factura impecable en el aspecto formal, en gran medida gracias a la estupenda fotografía de Jean-Claude Larrieu; pero también que presente una frialdad y un distanciamiento con respecto a personajes y situaciones que acaba ocasionando desidia y, de manera paulatina, aburrimiento. Parece patente que la directora ha querido alejarse de los excesos emocionales que tantas veces le han criticado, así como de sus salidas de tono en el plano visual/sonoro, optando en esta ocasión por un acercamiento más contenido (aunque hay momentos de indudable afectación y malentendida sensibilidad que tienen la indudable marca de la autora). Tanto que termina finalmente por ahogar todo atisbo emocional. Es decir, ha pasado del calor excesivo al frío absoluto en vez de buscar un punto intermedio. De ahí que la parte más interesante de la película se encuentre en su primer tercio, cuando Josephine (Juliette Binoche) decide marchar al Polo Norte en busca de su marido contraviniendo la sensatez. Pero una vez aislada en una cabaña con la joven esquimal (Rinko Kikuchi) que, también espera a su marido, la intensidad va descendiendo. Según surgen los problemas y los conflictos, Coixet se aleja más de ellos, como si tuviera miedo a que se le fuera la mano.



A pesar de un excesivo metraje, Nadie quiere la noche no es una mala película, tampoco buena, tan solo una medianía sin alma, sin intensidad, sin fuerza. Aburrida en su parte final, cuando precisamente debería haber florecido el drama, y sin necesidad de ser abrupto, simplemente transmitiendo algo más de emoción. Los bellos paisajes helados que vemos en la película acaban siendo la mejor definición de una película de supervivencia pero de corte íntimo y minimalista, en trama y en construcción, sobre dos mujeres llamadas a entenderse a pesar de los enfrentamientos, tanto personales –por el mismo hombre, como por las diferencias culturales –algunos muy buenos apuntes al respecto-, así como contra las circunstancias que tienen que vivir.