Julieta supone la vigésima película de Pedro Almodóvar, después de Los amantes pasajeros, la cual en general no gustó y ante la que parece responder su director, alejándose diametralmente de ciertos excesos presentes en ella, así como en algunos momentos de su cine, realizando una película seca y de contención emocional en la que tanto en cuestiones de tono como de puesta en escena se aleja del barroquismo que ha presidido gran parte de su obra. Y eso que Julieta, en su esencia, relata una tragedia sobre la culpa, el silencio, la soledad, la vida y la muerte y los lazos emocionales entre una madre y una hija.

Como ya se ha mencionado en varias ocasiones, en La piel que habito, el personaje interpretado por Elena Anaya sostenía en un momento determinado el libro de Alice Munro Escapadas, del cual Almodóvar ha tomado tres relatos –‘Destino’, ‘Pronto’ y ‘Silencio’- para adaptarlos en Julieta, cogiendo el nombre de la protagonista así como su esqueleto narrativo y algunas ideas, para introducir las suficientes variaciones como para convertirla en una inteligente y muy personal adaptación tan cercana al original como lo suficiente alejada de él como para que el resultado sea diferente. La idea inicial de Almodóvar de rodar la película en Canadá y en Nueva York, la primera en inglés en su carrera, fue posponiéndose por diferentes razones hasta que decidió realizarla a caballo entre Madrid, Galicia, Huelva y los Pirineos, logrando con ello no solo trasladar el material, y universalizar la historia, sino a la vez crear una crónica de tres décadas alrededor de la figura de la mujer, en la que las diferentes localizaciones dan sentido a una lejanía espacial que sirve a su vez de símbolo de una distancia más emocional pero, al mismo tiempo, de la inexistencia de la misma en tanto vehículo para conseguir olvidar.

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A través de un relato construido mediante saltos temporales y un trabajo muy sutil con la elipsis, algo constante en su cine, por otra parte, Almodóvar se aleja del barroquismo formal, narrativo y tonal que definen ciertos aspectos de su filmografía y ha apostado en esta ocasión por una película de gran depuración en su puesta en escena y sequedad y distanciamiento emotivo en su acercamiento a la historia. Los cambios temporales, por ejemplo, no obedecen a un juego que denote más su construcción, como sucedía en algunas de sus películas, que su sentido en relación con la trama. Julieta (Emma Suárez) escribe, dirigiéndose a su hija Antía (interpretada por varias actrices), cómo conoció a su padre, Xoan (Daniel Grao) cuando siendo joven, en este caso Julieta es interpretada por una estupenda Adriana Ugarte, se conocieron en un tren. Momento en el que además se produjo una tragedia que marcará a Julieta y que, de alguna manera, también lo hará con Antía y a todos los que las rodean. Porque Julieta –no es casual que el personaje sea profesora de literatura clásica- es una tragedia en su sentido exacto desde un punto de vista argumental. Ahora bien, Almodóvar depura su estilo y su tono para exponerla de tal forma, que todo parece detenido emocionalmente debido a una clara frialdad en su mirada. La tragedia en Julieta surge del interior del relato, no marca o impone su construcción ni su tono. Estamos de nuevo frente a una historia en la que el encadenamiento de sucesos puede parecer tan solo posible en el terreno de la ficción, sobre todo para aquellos quienes pretenden constantemente racionalizar en exceso las construcciones ficticias. Por ello, Almodóvar, quizá, opta por introducir un cierto componente onírico desde las secuencias del tren, creando con ello un sentido irreal que, sin embargo, no delimita el alcance emocional de la película.

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Alejado del barroquismo formal, Almodóvar realiza una película de planos medidos en su duración y construcción, con unos primeros planos muy expresivos que son, de alguna manera, la mejor representación de lo que es Julieta. El tono distante con respecto a la narración permite al director introducirse en una historia en la que las elipsis son tan importantes como aquello que vemos, del mismo modo que es igual de relevante lo que escuchamos así como lo que se silencia. Crea a lo largo del metraje, en apenas hora y media, un relato que abarca mucho tiempo y muchos sucesos con una economía narrativa aplaudible. La fotografía de Jean Claude Larrieu y la música de Alberto Iglesias, ayudan, y no poco, a conferir a la película de unas tonalidades cromáticas, tanto visuales como sonoras, que amplían el discurso emocional de las imágenes y del relato para llevar a cabo el retrato de una mujer en diferentes esferas de su vida –como madre, como trabajadora, como esposa, como amante…- de manera sutil y sin subrayado, creando una mirada a lo largo de varios años mucho más elaborada de lo que pueda parecer a primera vista. Pero sobre todo nos sumerge en una historia de culpa y de remordimientos, sobre la vida y la muerte, la depresión, la creación, los secretos, el amor y el dolor. 

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Es posible que en el último tercio la película pierda fuerza y decaiga moderadamente. La historia ha avanzado hasta entonces con un ritmo magnífico, muy rápido pero a su vez muy atento a los detalles, a lo pequeño, a aquello que da sentido, en realidad, a una vida. Y nos conduce a un final anticlimático que resulta chocante y que, sin embargo, resulta totalmente coherente con el resto de la película: no podía terminar de manera emocional, debería quedar todo frío, distante. El sentido orgánico con el que ha hecho avanzar la historia no podía ser clausurado, impone que todo quede abierto, no tanto para una continuación, como para mostrar unas vidas que, incluso dentro de la tragedia, siguen avanzando.