Kirk Douglas quedó tan impresionado con la segunda novela de Edward Abbey, Brave cowboy (1956) que compró sus derechos y encargó a Dalton Trumbo el guión de la que se convertiría en su obra predilecta entre las que interpretó, Los valientes andan solos (1962), de David Miller. Douglas declaró que era el mejor guión que había leído nunca, y no cambió ni una coma. Un ejemplo: "Al hombre del oeste le gustan los campos abiertos. Odia las vallas y cuantas más hay más las odia. ¿Has visto cuántas vallas están levantando y los letreros con prohibido cazar, prohibida la entrada, prohibido acamar, propiedad particular, acotado, cerrado, alto, siga la fecha, muérase (...) y otras imaginarias que dicen a este lado está la cárcel, en este otro la calle, o esto es Arizona, aquello Nevada, aquí estamos nosotros, allí México”. Esas palabras definen a Edward Abbey, quien en la década de los setenta se convertiría, tras la publicación de La banda de la tenaza (1976), en emblema de la contracultura, e inspiración para los guerrilleros ecologistas. En ello también influiría la previa Desierto solitario (1968), en la que compartía sus experiencias como guarda forestal en la tierra de los Cañones de Utah. Abbey era un anarquista que apreciaba, por encima de cualquier cosa, la relación y vinculación armónica y respetuosa con la naturaleza, con las otras especies. No hay patrias ni Estados ni otras construcciones sociales artificiales, que más bien son vallas, que puedan subordinar ese vínculo. Su tercera novela, Fuego en las montañas (Errata naturae), publicada en 1962, es otro ejemplo. El septuagenario John Vogelin se niega a vender sus tierras en el desierto de Nuevo Méjico a los representantes del gobierno, y de modo específico las fuerzas militares, que quieren utilizarlas para las pruebas nucleares en White sands. No le vale ningún discurso sobre la supuesta necesidad de esas pruebas en la lucha civilizada con la Unión Soviética. Es su lugar, es el lugar al que pertenece, el lugar donde ha vivido, y donde desea morir. Su vida es esa tierra árida, esos animales que le rodean, domésticos o salvajes. Vogelin no cederá a presión alguna, porque para él no hay posible concesión, por mínima que sea. Es su lugar. El cowboy protagonista de Los valientes andan solos sabía que él era nada sin su caballo. Sabía que él era su caballo. Vogelin sabe que no es nada sin su tierra, sin su lugar, sin su granja. Él es esa tierra. Como lo era para mujer, interpretada por Jo Van Fleet, que se resistía a abandonar sus tierras, aunque supiera que iban a ser sepultadas por las aguas, en la magistral Rio Salvaje (1960), de Elia Kazan. Fuera de esas tierras, de su hogar, de ese modo de vida, ya no serían nada. Sólo podrían, simplemente, abandonarse, morir.

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Los acontecimientos están relatados desde la perspectiva de su nieto de doce años, Billy, que pasa el verano con él. Hay un tercer personaje, que el sobrino admira sobremanera, Lee. Un hombre entremedias. Entre abuelo e hijo, pero también entre el abuelo y los que le presionan para que venda sus tierras. Entre los dos primeros posee una condición cohesiva. Es el intermedio generacional, el hombre adulto pero aún joven, con treinta y tres años. Pero a la vez es el hombre de esas tierras que se adapta, o sabe adaptarse, a los nuevos escenarios sociales, o dicho de otro modo, los tiempos y sus variaciones escénicas. Por eso, intenta convencer al abuelo de que ceda, aunque sea con una mínima concesión. Su carácter queda definido cuando se encuentra, junto a Billy, con quien busca un caballo desaparecido de la granja del abuelo, con un jeep con tres soldados, quienes portan, como un trofeo de caza, el cadáver de un coyote. En los pasajes iniciales ya ha quedado definido el cambio de los tiempos con la observación que realiza el abuelo con respecto a cómo tiempo atrás podías encontrar un pequeño número de cadáveres atropellados de liebres en la carretera y ya son frecuentes. Y, más adelante, se señala que los soldados, como actividad recreativa, se dedican a disparar sobre cualquier animal, en especial las liebres, pero no hay límite en su desprecio a otras especies, sea una vaca o un caballo de la granja del abuelo, o un coyote, como éxito distintivo. De ahí la reacción furibunda de Lee, que abandona por un momento sus componendas y su templanza, y les insta a que le entreguen las armas y que abandonen el cadáver del coyote, Luego se dirá por qué ha hecho algo así, pero su impulso, natural, evidenció esa indignación ante esa suficiencia cruel y despectiva que caracteriza a ciertos especímenes humanos.

 

La narración se define por la precisión y la sencillez. Como esa armoniosa relación directa con lo natural, con el entorno y la acción, con las otras especies y la materia: "El enorme alazán vibraba bajo mi cuerpo, resoplaba de impaciencia y piafaba con la pezuña. Le hice girar hacia el portón. Inmediatamente empezó a trotar y no intenté retenerlo. En cuanto traspasamos el umbral se puso a pleno galope, con la cabeza y el cuello estirados hacia delante.
El viento me azotaba el rostro. Me ceñí el caballo con las rodillas, enganché la mano que tenía libre en la crin y la dejé galopar a su aire. Surcamos la penumbra violacea a toda velocidad en dirección sur, hacia la valla, pasando por encima de la corta y dura hierba amarilla, las piedras y las acequias secas.
Los ojos se me inundaron de lágrimas, lágrimas de alegría aspiradas por el viento a esa velocidad. Mientras la oscura línea de la valla se nos acercaba rápidamente, por un instante me sedujo la idea loca de incitar al rocín a saltarla, a saltar la valla y guiarlo hacia las montañas para no volver jamás.
Pero tanto él como yo tuvimos la sensatez de no hacerlo. En el último momento, apoyé la rienda en el lateral de su cuello y ambos describimos un giro muy pronunciado a la derecha, inclinándonos tanto que los cascos de Rocky horadaron la tierra. Las chispas relucían en la oscuridad cuando las herraduras chocaban contra las piedras.
Ahora galopábamos hacia el oeste, hacia el ancho lecho oscuro del Salado. Y la imaginación volvió a tentarme: pensé en los ojos amarillos, en el manantial misterioso bajo la roca, en el puma esperándonos en las montañas.
El caballo galopaba ansioso hacia aquel destino, y sus cuatrocientos cincuenta kilos de músculo y hueso y sangre y nervio y espíritu apenas rozaban el suelo, como si nuestro tremendo ímpetu nos hubiera dado alas. Se venía hacia nosotros la barranca del río, que tenía un desnivel de un metro ochenta, el ancho lecho de arena, la arboleda que quedaba al otro lado, y más allá, el desierto, las colinas y las montañas.
Pero por segunda vez rechacé aquella idea loca. Volvimos a girar a la derecha y galopamos pendiente arriba de vuelta al corral y al establo, hacia la casa y el viejo, hacia el camino que nos comunicaba con el mundo de los hombres y las mujeres. Y supe que nunca haría lo que había soñado hacer: no en esta vida. "

 

El protagonista de Los valientes andan solos sí decidió saltar esos límites, esas vallas. Su destino es unas de las conclusiones más tristes y desoladoras que ha dado el cine cuando un camión que porta retretes atropelle a hombre y caballo. Quizá retórica, pero acorde a esa convicción de Abbey de que el consumismo era uno de los principales enemigos de la naturaleza (como las posteriores décadas han demostrado). En su sórdido dolor vibra la integridad irreductible. El sheriff Johnson (Walter Matthau) no lo identifica como el hombre que persigue cuando lo ve postrado y herido bajo la lluvia. Sabe que era un hombre que no estaba postrado, ni amargado ni abotargado, sino vivo. Un hombre que aún desafiaba los límites y que sentía que cualquier montaña escarpada podía ser escalada. Como John Vogelin, el abuelo de Billy. Un hombre cuya residencia era esa tierra que para él no era árida sino su hogar, por ello, su vergel.