No conozco otro signo de superioridad que no sea la bondad, decía Beethoven.

Es tan antigua como la historia misma del hombre la pretensión de entender, cualificar y cuantificar la bondad y la maldad humanas, entendidas desde un punto de vista filosófico como la antítesis entre el bien y el mal. Las religiones han dado explicaciones banales según sus intereses y sus dogmáticas, eludiendo cualquier otra consideración científica o humana, y apropiándose de cualquier concepto relacionado con la moralidad. Al respecto decía el escritor y científico británico Arthur C.Clarke que una de la más grandes tragedias en la historia de la humanidad ha sido el secuestro por parte de las religiones de la moral.

Independientemente de cualquier consideración que provenga de mitos y supersticiones, hacer el bien, o por lo menos no hacer el mal, no matar y no robar no son preceptos que pertenezcan a ninguna organización ni a ninguna creencia concreta, sino que son patrimonio del corazón humano y de la ética universal de todas las culturas y de todos los tiempos. Pero existe la maldad humana, y puede llegar a tan altas cotas de perversión que nos resulta tremendamente difícil poder entenderla. En las últimas décadas se ha investigado y avanzado muchísimo en el conocimiento de la naturaleza humana, lejos de elucubraciones míticas y de absurdas abstracciones. La máxima expresión de la maldad humana es la psicopatía. Son ya muchos y diversos los estudios e investigaciones llevadas a cabo por psicólogos, psiquiatras y forenses que consideran imprescindible difundir información sobre el tema en la población general. Los doctores Hervey Cleckey y Robert Hare, autor del test para detección de la psicopatía, son los grandes exponentes de estas investigaciones. En Francia trabajan por divulgar estos temas algunos expertos como Jean Charles Bouchoux, y en España es un referente el doctor Iñaqui Piñuel.

Existe una desinformación increíble al respecto, y muy dañina, porque la psicopatía, sociopatía o narcisismo maligno, tienen relación directa y estrecha con cuestiones tan importantes como el maltrato de género, el maltrato animal, el acoso laboral o escolar y los crímenes de todo tipo; y porque no es nada ajeno a nuestras vidas, sino que todos convivimos diariamente con ello. Los dictadores son psicópatas, los acosadores también, así como un porcentaje muy alto de maltratadores de género; por tanto es inconcebible que no se hable y no se informe sobre el tema para poder identificarlo y aprender a defendernos. Los tópicos que nos llegan son falacias que nos confunden; se nos vende la idea de que un psicópata es un ser monstruoso que va cometiendo crímenes múltiples. Nada más lejos de la realidad.

Se calcula que sólo menos del uno por cien acaba delinquiendo. Y diversos estudios señalan que aproximadamente un 3-4% de la población son psicópatas puros, y hasta un 12-14% son psicópatas integrados: suelen ser personas que aparentan mucha normalidad, pero cuyo rasgo principal es la ausencia de empatía, que es lo que más y mejor les caracteriza, aunque no se percibe a simple vista; no tienen ni sentimientos de culpa, ni arrepentimiento cuando hacen daño a los demás; incapaces de sentir amor ni compasión hacia nada ni hacia nadie que no sean ellos mismos, son narcisistas, egocéntricos y grandes manipuladores; llenos de encanto, que es sólo aparente, son personas muy tóxicas, grandes mentirosos y parásitos emocionales porque emocionalmente se nutren de la energía de los demás: necesitan someter a los otros para sentirse superiores; es decir, carecen de conexión humana, son los depredadores de nuestra especie.

En las últimas décadas ha habido un aumento considerable del trastorno psicopático de la personalidad en las sociedades sacudidas por el neoliberalismo. Y es que, en esencia, lo que se viene llamando neoliberalismo es, desde la perspectiva psicológica, la psicopatía, es decir, la ausencia absoluta de empatía, llevada a la política. Una falta de empatía que han ido normalizando y expandiendo desde sus órbitas de poder. De hecho, algunas investigaciones al respecto concluyen que el porcentaje de este tipo de personas en los ámbitos de poder, como la política, la religión, la banca o las finanzas,  asciende a un ochenta por cien, lo cual, lógicamente, conlleva unas consecuencias nefastas para las sociedades y para el mundo.

En las dos últimas semanas hemos asistido a través de los medios al juicio de la mujer dominicana que asesinó con una frialdad espantosa hace unos meses al hijo de su pareja, un niño de ocho años, en Almería. Un acto atroz que, promovido por los celos y el interés personal, sólo puede ser posible por parte de alguien sin ninguna empatía y sin ninguna conciencia. Se trata, a poco que se analice el asunto, de una psicópata de manual, y sin embargo apenas se ha considerado este hecho y, a pesar de un sinfín de crónicas e informaciones diarias en los medios de todo el país, he visto que muy escasamente se ha hecho referencia a que la psicopatía, la ausencia de conciencia, es lo que da explicación a este crimen, y a muchísimos otros. Es como si el asunto estuviera vetado de cara a la conciencia colectiva.

Pero se sigue educando en los preceptos judeocristianos que reprimen las emociones, que alientan la frialdad emocional, difunden la intolerancia y, por tanto, bloquean la empatía; preceptos que tachan de debilidad la expresión de sentimientos y que alimentan de algún modo esa falta de conciencia que lleva al ser humano a ser capaz de cometer los actos más abominables.  El antídoto, por supuesto, está en el polo opuesto, en el amor, en la valoración de la sensibilidad, de la conciencia, de la humanidad, de la compasión y de la bondad. Y, sin embargo, se ha construido un mundo, como dice Robert Hare, en el que se premia, se asciende y se valora a los malvados y a aquellos que tienen rasgos psicopáticos.  Y ser conscientes de ello, para entender el mundo que vivimos, está obligado. Porque finalmente todo está relacionado.

Coral Bravo es Doctora en Filología