Lo reconozco. Soy un flâneur quietista y sedentario. Paseo varias horas al día sin moverme del sitio. El flâneur que disecaron en sus obras Baudelaire y Walter Benjamin, el flâneur original y cartesiano, era un señor que se estiraba los puños de la camisa por debajo de la manga del abrigo, crecía tres palmos al ponerse el sombrero de copa y, balanceando mucho el tictac del bastón, se echaba a caminar por la ciudad sin rumbo ni propósito. Sus únicas obligaciones, registrar todo y no intervenir en nada. El flâneur clásico, pues, era un cruce entre un notario y un reportero que trabajara para la agencia de noticias del Judío Errante.

En mis oraciones tengo presentes a dos ilustres del vagabundeo evasivo y municipal, a dos genios del arte de la flânerie. Eugène Atget, uno de ellos, fue un flâneur de la cámara fotográfica. Muchas de sus imágenes de las calles vacías de París, en las que hasta el siglo XIX había desaparecido y ya solo era un ensalmo sepia en la foto, recuerdan las calles de Madrid vacías o medio vacías por el confinamiento. El otro flâneur es Robert Frank, el autor de The Americans, un estudio forense de los Estados Unidos en los años cincuenta, cuando triunfaban el racismo, la moral hipócrita y el odio cerril a los comunistas, o sea, más o menos como hoy. Un libro fotográfico del que Jack Kerouac dijo en el prólogo: “Después de ver estas imágenes, ya no se sabe en verdad qué es más triste, si una gramola o un ataúd”. Hojear The Americans tal vez sea el mejor antídoto contra el narcisismo suicida de Trump y de todos los fetichistas del capitalismo salvaje y del no menos salvaje America first, aunque hayan nacido en Bilbao y se llamen Santiabascal.

Pero estaba diciendo que uno es un flâneur inmóvil y sedentario. A mí no me hace falta salir de casa para ver personas y entregarme al juego de adivinarles, por la apariencia, una profesión o una personalidad, como hacían los paseantes errabundos de Benjamin. Yo, ya digo, zanganeo por la ciudad sin moverme del balcón, que se ha convertido, desde la clausura, en el sistema nervioso central de la casa. Un balcón —por si pudiera ser de interés general— bastante menos royal suite que la terracita mimosa de Díaz Ayuso, nuestra Teresa de Calcuta de las pizzas y las mascarillas fake.

En mi balcón sucede todo y nada. Si Xavier de Maistre peregrinó durante seis semanas alrededor de su cuarto y se enfrentó a muchas aventuras según nos cuenta en Viaje alrededor de mi habitación —lo condenaron a arresto domiciliario por haber participado en un duelo—, a mí me bastan estos tres o cuatro metros cuadrados de baldosas para dar la vuelta al mundo y conocer gente muy pintoresca. Desde aquí arriba observo cada día, poco después de las ocho de la tarde, el trajín de los madrileños. No son flâneurs, porque salen al mundo con un propósito: estirar las piernas, ventilar el confinamiento, airearse.

Una de dos: o el INE no ha contado bien el número de habitantes o el país también se nos ha confinado en sí mismo y ha encogido. Porque uno jamás había visto tal muchedumbre subiendo y bajando por la calle e invadiendo sin temor la calzada, hasta el extremo de que los coches tienen que pararse para no atropellar al Forrest Gump de turno. Por aquí pasan todos los especímenes de la comedia humana. Por ejemplo, los apóstoles del running. Y los yonquis del móvil. Y los matrimonios veteranos. Y los adolescentes. Y los que regresan de la compra. Y los ciclistas brutalmente explotados de Glovo con su caparazón amarillo a cuestas. Y los inmigrantes. Y las solteronas atadas a la correa triste de sus perros. Y los teletrabajadores con las gafas rumiando aún la indigestión del último Excel. Y, en fin, algún que otro que se aferra a una lata de Mahou para no tambalearse mientras camina.

Yo me niego a salir por las tardes, que de algo me ha tenido que valer la lectura de Pascal cuando este dice que todos los males del hombre le vienen de no quedarse en casa. Y es verdad que tanto gentío produce temor. Porque casi nadie respeta la distancia de seguridad y muy pocos llevan mascarilla. Yo creo que habría que hacer un motín de Esquilache a la inversa. Ya no defenderíamos el chambergo patrimonial y las capas largas, sino que le exigiríamos a Pedro Sánchez que nos impusiera la obligación de embozarnos. Que el error de Europa es salir a comprar el pan sin mascarilla, nos riñen los chinos.

Sí, la mascarilla debería ser obligatoria en el exterior, a juzgar por los resultados del estudio de seroprevalencia según el cual solo el 5 % de la población española tiene anticuerpos contra el SARS-CoV-2. El resto nos exponemos contraer la enfermedad. Claro, que menos mal que aún quedan valientes en España. Héroes que hacen todo lo humanamente posible por contagiarse y difundir el virus con el único fin de engordar ese anoréxico 5 % y lograr la tan anhelada inmunidad grupal. Me refiero, por supuesto, a los patriotas de la calle Núñez de Balboa. Allí, desde hace varias tardes, se hacinan decenas de vecinos para desovar sus protestas contra el Gobierno con caceroladas y mucha epilepsia snoopy de banderas. Sin respetar la distancia de seguridad y arriesgando corajudamente su salud para salvar la de España.

Podría seguir un rato más elogiando a estos hombres ilustres, por decirlo casi con las mismas palabras del título del libro de Walker Evans y James Agee, pero créanme que no puedo. O dejo el artículo aquí o me cierran el Mercadona. Incluso los flâneurs quietistas tenemos que comer de cuando en cuando.