UN MIRLO EN EL WHATSAPP. La salud o la enfermedad son una notificación de WhatsApp. Irrumpe en el grupo un mensaje. Es de A. “aloH”, saluda al revés. “Ya estoy al otro lado del espejo. Tengo el virus. No me esperéis para cenar”. Me asusto. La deliberada ausencia de dramatismo hace más dramática aún la noticia. Pero A. siempre ha sido un cruce entre Séneca y Groucho Marx. En ocasiones, el humor es abrir de una patada la puerta del futuro para poder soportar un mal presente. Y eso transforma la carcajada en mueca.

Entretanto, a unos diez o doce metros por debajo de mi ventana y de las frases de A., la gente saca a la calle a su propio cadáver sin guantes ni mascarilla —¿para qué?— a que se oree, mientras los flipados de las bicis y del running jadean dentro de sus camisetas de colores rabiosos y como en carne viva. No hay que preocuparse. El deporte y la nada nos harán libres. Pienso de nuevo en A. No sé elegir una palabra que a ella la consuele y a mí me salve.

Un mirlo retransmite en directo el crepúsculo desde lo alto de una antena de televisión.

SE PRECISAN DESOBEDIENTES. A estas alturas, en un mundo cada vez más enfermo de himnos, ya solo caben dos actos verdaderamente revolucionarios: la belleza y la memoria.

LOS OJOS AMARILLOS. El suicidio es un desbordamiento de vida. Y también un color, el amarillo. ¿En qué lugar de la nada permanece la última mirada viva del suicida?

Pienso esto mientras la locutora informa de que aumentan los intentos de suicidio entre los adolescentes durante el confinamiento. Del 1,9 % al 9 %. No hay dos vidas iguales, me digo, pero un suicidio siempre es el eco de otro. Y es entonces cuando, casi de forma inconsciente, me echo a un lado para dejarle sitio dentro de mí a Paul Celan. Porque estos días se cumplen cincuenta años desde que el poeta rumano se transformó en agua. Quizá Celan se durmió una noche mientras se desesperaba por no poder dormir y soñó que se había levantado y se había vestido y había huido de Bucarest a Viena y luego a París, donde lo cercaron las penurias económicas y donde lo estaba esperando desde siempre el puente Mirabeau. O quizá no ocurrió así. Es posible que Celan desapareciera en el campo de trabajo donde los nazis le impusieron el sayal de rayas grises, un número y una estrella amarilla, y que solo nos enterásemos de su muerte décadas después, cuando una noche de abril se arrojó al río Sena desde el puente Mirabaeu.

“Habría que fundar sin duda la asociación de los expulsados del mundo”, dijo en uno de sus aforismos. Él fue uno de estos desterrados. Por eso su poesía hay que leerla con el estómago vacío.  

Físicamente, Celan era un rostro de estatua precoz, una calva ancha y políglota, densa de talento y erudiciones, unos ojos por los que habían pasado el álbum lírico de Hölderlin y las rosas y los ángeles de Rilke, y unos labios serios y despachurrados del que no se permite una broma. Y razones tenía. Sus progenitores murieron en el campo de concentración de Transnistria. Su padre, de tifus. Su madre, de un tiro en la nuca.

Nací dos meses y dos días antes de que se matara Celan. Mientras yo dormía, Celan, o lo que había sido Celan, soñaba flotando como un nenúfar de soledad y versos en las aguas rumiantes del Sena. Fue al décimo día de su muerte cuando un pescador descubrió el cadáver desorientado del náufrago. Parece que ni siquiera después de muerto lo echaron mucho de menos. Los que lo trataron coinciden en el diagnóstico. Celan era tierno, iracundo, suspicaz y, más que hipersensible, un hemofílico emocional. Todo lo hería. Cualquier indelicadeza lo desangraba. Su compatriota Cioran, con quien coincidió en París y cuyo Breviario de podredumbre Celan tradujo al francés, aseguró que “su incapacidad para ser indiferente o cínico convirtió su vida en una pesadilla”.

La misma que él, Celan, había descrito en su poema más célebre sobre el Holocausto, Fuga de muerte, del que se ha dicho que es a la literatura lo que el Guernica de Picasso a la pintura: un símbolo de la barbarie y el horror. Celan era un creador de belleza que empleaba la misma lengua que los nazis usaron para asesinar. ¿Cómo es posible que la víctima y el victimario compartan la misma lengua? Fuga de muerte es música, agua y enigma. De ahí que hayan tendido el texto en la mesa de autopsias hermeneutas, germanistas y otros forenses de la palabra, y que, al poco del suicidio del escritor, se convirtiera en lectura obligatoria en las escuelas alemanas.

Hoy, cuando oigo música de baile, pienso en aquel campo de concentración del poema. Pienso en aquel oficial de ojos azules de la primera estrofa que sale de su escritorio y ordena a los prisioneros alimentados con la “negra leche del alba” que caven con más brío, mientras dentro de las alambradas sube al cielo el humo de la música, que es la danza de la muerte. Hoy, cuando oigo música de baile, pienso en aquel campo de concentración del poema en el que la muerte, nos dice Celan, fue la maestra de Alemania.

Después de la guerra, Celan se convirtió en un anfibio existencial, alguien que respira mejor en la muerte que en la vida. Un extranjero que se movía en Viena, en París suplicando en cada acto una expiación a la culpa por haber sobrevivido. La encontró en la escritora Ingeborg Bachmann. Y Celan se enredó en su nombre para subir lentamente hacia sí mismo a través de ella. Aquella mujer fue “amapola y memoria”, como dice en un poema. Se amaron y siguieron haciéndolo en las cartas, cuando Celan se casó. Pero él tenía una cita en un puente del Sena. Días de borrasca fueron los últimos días de niebla de Celan.

Algún tiempo antes de aquella noche del 19 de abril, Ingeborg le había escrito: “Llévame al Sena. Vamos a mirar y mirar bien adentro hasta que nos hayamos vuelto pececitos y nos reconozcamos”.

Paul Celan no sabe que aún sigue vivo.

FEALDAD. Te equivocaste, viejo Fiódor, cuando dijiste que la belleza salvaría al mundo. Porque la fealdad es una mancha que ensucia hasta el último rincón, y no hay nada que no haya convertido en atributo de la muerte. Fealdad por todas partes. Fealdad urbanística. Fealdad moral. Fealdad alimentaria. Fealdad económica. Fealdad política. Fealdad verbal. Ya no nos ofende la fealdad. Lo que hoy nos escandaliza es la belleza.