LUNES. Hoy que los obreros regresan a los andamios y se arriesgan a contraer el virus, porque en la construcción las mascarillas te ahogan y es difícil cumplir la distancia de seguridad —veremos en qué terminan estos aquelarres bendecidos por Sánchez y una patronal con pezuñas de cabra y olor a azufre—; hoy que se reanudan las obras en la construcción, decía, es buen momento para pensar qué queremos construir. Si una sociedad con muros sólidos o una sociedad con hojaldre de pladur.

Porque estamos en el íncipit de una nueva época que deberá ser mejor que la que abandonamos. No creo, sin embargo, que vayamos a pasar de la noche a la mañana del homo homini lupus de Hobbes a un falansterio global. Demasiado miedo. Demasiadas inercias mentales. Y dolor, mucho dolor por desgastar aún.

Pero, si pretendemos sobrevivir en un mundo cada vez más imprevisible, dinámico y no lineal (teoría del caos), habrá que poner las luces largas e ir pensando en un nuevo sistema de navegación. Un sistema que no ofrezca respuestas programadas a perturbaciones aleatorias. Que no recurra a viejas soluciones para los problemas nuevos. Que no perpetúe el monoteísmo socioeconómico y político actual con la mentira de que otro mundo no es posible.

“No puede haber retorno a la normalidad porque la normalidad era el problema”, dice un grafiti en Hong Kong. Y es cierto. No serán, pues, ni los totalitarismos ni los populismos la solución, en cuyos interiores, a pesar de su arquitectura de chocolate, siempre hay una bruja. Tampoco parece una solución regresar al viejo Dios occidental, ni protegerse dentro del tecnoptimismo, que no sirve para entender la vida, ese mysterium tremendum et fascinans que dijo Rudolf Otto.

Necesitamos, efectivamente, otras cosas: una economía solidaria común, una nueva paideia y una nueva política —ecosocial—. ¿La ciencia como guía? En cuanto a modelo de superación y permanente autocrítica, sí. Pero ya nos precavió Feyerabend de confundir la ciencia con la salvación. La ciencia, además, puede ser una fábrica de patologías sociales si no es vigilada por una poderosa ética democrática. 

Los obreros regresan a la construcción, sí, y es tiempo de inventar una grieta para salir de los muros sucios y meados del manicomio actual. Y hacerlo con creatividad. Es tiempo de cooperar y de ceder. Si el reloj fue la metáfora del siglo XVIII, el junco deberá ser la del siglo XXI.

MARTES. Utopía: pensamiento demasiado elevado para mentes poco evolucionadas.

MIÉRCOLES. Como se ha puesto de moda esto de escuchar a los científicos, yo no voy a ser menos. Así que recordaré que gracias a ellos sabemos que una molécula de ADN se replica a sí misma, pero que el resultado de ese copiar y pegar ontológico no siempre produce otra molécula idéntica a la primera, sino que se introducen errores al azar. Algo así, digamos, como si al escanear el comentario hermenéutico de la Carta a los romanos de Karl Bath, nos saliera una novela de Boris Izaguirre.

Estos errores, sin embargo, han permitido que de una bacteria transgresora haya surgido la especie humana (otro asunto es discutir si valió la pena). El viejo Heráclito también filosofó que el cambio era lo único que jamás cambiaba, y por eso nunca se bañó dos veces en el mismo río de Éfeso. Aun así, y contra natura, el ADN del PP se guarda una fidelidad onanista a sí mismo y no ha sufrido ni la más leve mutación desde tiempos de Fraga, la bacteria patriarcal y fundacional.

Pues bien, del mismo modo que el coronavirus se difunde por las gotitas de saliva, los bulos de la derecha se transmiten a través de los miles de troles en las redes sociales y a través de la voz de Pablo Casado, que, si alguna vez introduce un error al copiarse a sí mismo y muta, podría llegar a ser un patriota de verdad y no la crisálida de Aznar envuelta en la bandera que sigue siendo. Porque un señor que juega al Monopoly con los miles de fallecidos por el coronavirus; que no se reprime ni reprime a sus correligionarios (Rafael Hernando, Asier Antona, Javier Maroto, etc.) en su afán por poner bombas lapa en Twitter, y que miente a cambio de acariciar el teléfono de la Moncloa, no es un señor y sí el mejor escudero de ese patógeno que es Vox.

¿Qué quiero decir? Pues que después de casi medio siglo de democracia, lo del PP es incomprensible, incluso traducido al castellano de Valladolid.

JUEVES. Durante estas semanas de vivir dentro de casa como envasados al vacío, la realidad se nos ha simplificado. La mía limita al norte con una gasolinera; al sur, con una plaza donde resopla el chorro de una fuente como un estambre de agua vertical; al este, con mi calle, que es algo así como un Paseo de la Castellana para pobres; y al oeste, con un ailanto donde, al atardecer, canta un mirlo que es el pájaro solitario de los versos de san Juan de la Cruz. Y se acabó. El resto del mundo no existe. Ni siquiera sé si mis alumnos son de verdad, porque apenas son un conglomerado de píxeles que forman unas cabezas en la pantalla del ordenador, y menos mal que tenemos la psicología de la Gestalt como actividad económica esencial, esa que nos asegura que el cerebro tiende a completar lo que le falta a una imagen.

De modo que suponer que sigue existiendo la realidad más allá del trocito que percibimos es un acto de fe. Porque ser consiste en percibir. Esse est percipi es el refrán filosófico que nos legó George Berkeley. Admitir, pues, que cuando Pedro Sánchez decrete que volvamos a la realidad y que esta vaya a existir cuando despertemos, como si fuera el dinosaurio del cuento de Monterroso, es muy poco o nada científico. Berkeley, que también era obispo, dijo que, si el mundo no se esfumaba, era porque Dios lo percibía. Pero después de milenios de existencia observando el cosmos, no sé si fiarme de alguien que, a buen seguro, padece de vista cansada.

VIERNES. Mis amigos y yo, de adolescentes, éramos socialistas sin saberlo. Es decir, repetíamos instintivamente el mismo gesto comunal de los primeros cristianos, a quienes Marx debería haber citado en la bibliografía de El capital. Pues bien, al encontrarnos mis amigos y yo, decía, formábamos un círculo de cabezas y nos escarbábamos los bolsillos. Después, en un banco de la calle o en el capó de algún coche, poníamos en común la paga, siempre desigual, siempre estíptica, que nos entregaban los padres. Solo así nuestros domingos de clase trabajadora se transubstanciaban en una fiesta capitalista de futbolín y cerveza.

¿Se podría crear un fondo económico común? ¿Una renta básica universal? ¿Es imposible? No he terminado de cerrar la pregunta y ya me imagino detrás de la pantalla al inteligente de gomina cum laude por Harvard castigándome con un desdén y tres tablas de Excel. Pero también creíamos ciencia ficción que Trump, ese error, ocupara la Casa Blanca y ahí lo tenemos, loquito y coleando.

Con todo, la selección natural no siempre se equivoca. Y está claro que lo imposible solo es la versión beta de lo posible. Lo demuestra que los seres humanos hayamos conseguido muchas tonterías necesarias: la rueda, el heliocentrismo, la abolición de la esclavitud, la instauración del sufragio universal, los derechos humanos, la cafetera…

SÁBADO. Elías Canetti, premio Nobel de Literatura, escribe en Masa y poder: “El hombre ha prestado siempre atención a los pasos de otros hombres; con toda seguridad estaba más pendiente de ellos que de los propios”. Y así es. No otra cosa es lo que han hecho con Rajoy sus vecinos: vigilar sus pasos, el vagabundeo azul de sus zapatillas de deporte. Y tan bien han efectuado el control, que don Mariano no lo ha advertido, más o menos como les ocurría a los presos en la teoría del panóptico de Michel Foucault, cuando este nos hablaba de una sociedad disciplinaria en la que todos aceptaríamos conductas impuestas al sabernos vigilados.

            Lo de Rajoy, sin embargo, no merece tantas filosofías. ¿Qué ocurrió? Pues que el otro día, cuando casi lo teníamos olvidado, volvió a nosotros su reino y se nos manifestó —cómo no— en la tele. Allí lo vimos paseando y ejerciendo de mascota de sí mismo por las calles arboladas de su urbanización, a lo suyo y ajeno al confinamiento, aunque cabe sospechar, no nos apresuremos, que a estas alturas Aravaca quizá sea ya un estado soberano e independiente con su propio poder legislativo, su propio coronavirus y una pujante economía industrial de chuches.

Rajoy siempre ha ido a su aire, como los anuncios de Benetton. ¿Por qué voy a dar ejemplo pudiendo no darlo o darlo ex contrariis? Algo así debió de pensar. Y como solo el deporte nos hace libres y, además, Rajoy vive dentro de su propio país, ahí estaba él caminando de un lado para otro como queriendo buscar un Mercadona ilusorio, braceando dadaístamente y sosteniéndose con cuidado las angustiadas pulsaciones del corazón en la muñeca, sin duda para prevenir una segunda muerte (la primera lo sorprendió delante de un chuletón en un restaurante mientras, en el Congreso, lo abatía una moción de censura).

Rajoy es un ejemplo de fe en sí mismo. Lo prueba que es posible dejar de ser presidente y seguir siendo el involuntario Buster Keaton nacional.

DOMINGO. Hay amistades que son como el yo-yo. Suben y bajan. El hilo, a pesar de los vaivenes de la vida, siempre las sostiene. Otras amistades, en cambio, pierden en algún momento las instrucciones de uso y ya no sabes cómo arrancarlas. Digo esto porque, en el tema de las amistades, el arresto domiciliario por el Covid-19 está actuando como tamiz o garbillo, unas palabras que tal vez no comprendan los millennials y por eso quizá sea mejor decir que la clausura viene a ser como ese portero de discoteca que te señala con el índice por encima del hombro el cartel de reservado el derecho de admisión. Más o menos. El confinamiento está limpiando la atmósfera, los canales de Venecia y las agendas de teléfono.

Personalmente, mi amiga A. se me ha vuelto de niebla. Me gustaría decirle que remuevo viejos fuegos para encontrarla otra vez en una llama, pero las cenizas solo valen como nutrientes para los tomates.

¿Sabes, querida A.? Debí haber actuado cuando el tiempo era verde aún, cuando mentalmente tenía subrayado tu teléfono con Stabilo boss —el rotulador de la euforia— y destacaba entre los contactos de mi móvil. Pensé, créeme, que tendría tiempo. Pero se sucedieron las noches en el DVD y fueron creciendo las mañanas y los silencios, y ayer comprendí que caben muchos años en cuatro semanas y media de reclusión. El tiempo ha desteñido las conversaciones. Como la lejía o la impostura.

No te llamaré ni escribiré, aunque me dé mucho miedo quedarme sin realidad. Ese miedo lentísimo de que tu teléfono empiece a confundírseme con otros teléfonos y de que tu nombre se me vaya al fondo del WhatsApp.

Ahora todo está en orden, aunque sigamos vivos.