UNAMUNO Y EL CORONAVIRUS. Si Yahvé se le apareció a Moisés en una zarza ardiente, Unamuno desapareció cuando se le chamuscaron las zapatillas. Más allá de su pressing catch con Dios, don Miguel solo conservó un principio: cobrar cinco pesetas más que Ortega y Gasset por cada artículo. Todo lo demás fueron regates ideológicos y zigzagueos políticos. De una banda a otra. Después del famoso enfrentamiento en el paraninfo de la Universidad de Salamanca con lo poco que quedaba de Millán Astray —el militar estaba cojo, manco y tuerto—, a Unamuno lo arrestaron en su propia casa. Más o menos como han hecho el dios Covid y su profeta Sánchez con todos nosotros.

Pues bien, para ayudarle a sobrellevar los tedios y pesadumbres del aislamiento, Bartolomé Aragón solía visitar a Unamuno —visitas que a nosotros nos prohíbe el estado de alarma— y dejaba que el escritor desovase a placer su cólera contra todo y contra todos. El 31 de diciembre de 1936 sería la última vez. Sentados los dos hombres alrededor de la mesa camilla, Unamuno se había atrincherado en uno de sus monólogos y desde allí disparaba sensatos insultos contra las iniquidades de Mola, Millán Astray y otros redentores del país. En cierto momento, don Miguel se calló y hundió filosóficamente la barba en el pecho. Fue entonces cuando empezó a moverse un tufillo a brasero y chamusquina en el cuarto. Las zapatillas del confinado estaban ardiendo. Don Miguel acababa de morir de Unamuno.

Me aterra pensar que esto pueda ser un aviso, una advertencia. O, peor aún, una premonición. Sánchez ha vuelto a prolongar el estado de alarma. Por si las moscas, yo he apagado el calefactor.

RELOJES. Los niños, afortunadamente, van a poder bajar a la calle. A toda hora le llega su san Martín.

APLAUSOS DISTÓPICOS. Llevamos seis semanas de reclusión y en mi calle cada vez salen menos personas a los balcones a homenajear a los médicos. A diferencia de los primeros días, ahora los aplausos son pálidos, inexpresivos, catarrales, fofos. Pero yo sigo acordándome cada tarde de lo que pensé la primera. Pensé en Rascacielos, la novela de J. G. Ballard sobre el aislamiento en un lujoso edificio de Londres de una comunidad de vecinos, un aislamiento que, a partir de un apagón, los conducirá a la locura y la muerte. “Más tarde”, comienza su historia el narrador, “mientras estaba sentado en el balcón comiéndose al perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los tres últimos meses”.

Observo a mis vecinos del otro lado de la calle y me preguntó quién podría desempeñar el papel del doctor Laing. ¿El padre del ático que descompone el vuelo de las palomas con el Resistiré a todo volumen mientras uno de sus hijos olisquea los ladrillos por encima de la barandilla? ¿O quizá la superviviente de un hipotético Rascacielos madrileño podría ser la octogenaria que aplaude con deditos de hojaldre? ¿O tal vez alguno de los patriotas de trapo que viven detrás de la bandera que cuelga mustia del alféizar? ¿O acaso un miembro de esa pareja jovencísima —él y ella— que espían su felicidad de algodón en los selfis de cada tarde?

Cierro la ventana y pienso no ya en Ballard, sino en un titular del periódico: Sanitarios de Madrid y Castilla y León —comunidades gobernadas por la derecha— denuncian rescisión de contratos en plena pandemia. Cuando los aspavientos de solidaridad terminen y haya que defender de verdad la sanidad pública, porque habrá que defenderla, ¿cuántos de mis vecinos sobrevivirían en la página final de un Rascacielos socialmente comprometido?

Hay dudas que es mejor no poner en duda.

Palabras con mascarilla. El Quijote leído por los médicos y pacientes del Ifema. Informe semanal debería dedicarles un reportaje. Gasto la tarde hojeando el diario de Bukowski, un quijote cuerdo a su manera. Subrayo: “Mi vida entera ha consistido en luchar por una simple hora para hacer lo que quiero hacer”.

¿MORAL DE ESCLAVOS? Sin pretender trivializar los muchos sufrimientos que nos está legando el coronavirus, creo que todos somos ya un poco enfermos imaginarios. Hemos sucumbido al pánico sin demasiadas resistencias. El pánico es como pisar un chicle en la calle. Cuando lo ves, ya es demasiado tarde y luego arréglatelas como puedas para desprendértelo del zapato. Tarea imposible. Siempre quedará alguna hilacha.

Pues bien, algunos medios de comunicación son como esos chicles impertinentes y activistas. Redactan titulares que favorecen el pánico, como el que augura, con letra gorda de catástrofe, muchísimo estrés y miedo durante los próximos años a consecuencia del coronavirus. Y si encima el instante Kodak que ilustra la noticia es la foto de un cementerio, ya tenemos trazado el camino del viacrucis emocional. Porque, según la OMS, cuando esto termine, se duplicarán los trastornos mentales. ¿Se lo ha filtrado WikiLeaks? ¿Tal vez un Nostradamus asiático de Lavapiés? ¿O los señores de la OMS son como esas aves que anuncian la falta de oxígeno en las minas? ¿Tan seguros están? ¿Tan blandengues nos creen? ¿Por qué se empeñan en recluirnos en una minoría de edad anímica, en hacernos dependientes, en amedrentarnos y tutelar las conciencias como antaño la Iglesia?

Los psicólogos, a los que hemos convertido en histéricos a nuestra imagen y semejanza, profetizan ansiedad, melancolía, estrés postraumático y otras variedades dialectales de la enfermedad mental. No sé. Quizá nuestros horrorosos flashbacks consistirán en ver en cualquier sitio, no bombardeos o matanzas bélicas, sino a Fernando Simón, que, cuando sale en la tele, parece venir de un after más que de forcejear con la curva de los muertos e infectados.

Anticiparnos a una enfermedad no mortal como la ansiedad —y más si viene bendecida por la OMS— puede servir a algunos de pretexto para la inacción y de excusa para abatimientos venideros. Como cuando un alumno justifica su retraso ante el profesor explicándole, muy cariacontecido, que se debe a que un yihadista reventó con un destornillador marca Allahu akbar todas las ruedas de la locomotora del metro y, claro, profe, pues eso, que hasta que llegaron los recambios de China y tal. Lo sabía muy bien Zeno, el personaje de Italo Svevo, para quien la diabetes era “todo un programa de vida; no de muerte, no; de vida. ¡Adiós resoluciones, adiós proyectos! Ya no estaba obligado a intervenir: era libre”.

La depresión, la ansiedad y el estrés postraumático como secuelas del coronavirus también nos harán libres. O sea, más miedosos y dependientes, a pesar de que hablamos mucho de resiliencia, ese engendro léxico fotocopiado del inglés. Ernest Becker arguye en su imprescindible La negación de la muerte que sufrimos porque nos aterra la vida. Y Nietzsche proclamaba que hay que decir siempre sí a la vida, aunque duela. Pero nuestra sociedad, en la que todos enloquecemos más o menos educadamente, nos anima a vivir en Erewhon, el país imaginario concebido por el novelista Samuel Butler en el que la tristeza se castiga como un crimen, un resfriado puede llevarte al trullo y morirse es más reprobable que el asesinato o el robo.

¿Hasta qué punto podemos ser heroicos? Ningún trabajador de las fábricas se tumbó jamás en el diván de Freud. El complejo de Edipo era un atributo de los ricachones, algo así como un perfume de glamur psíquico y selvático. Un lujo que solo podían consentirse los burgueses, no los obreros, que no disponían de tiempo para hurgarse el ombligo y sacar de ahí traumas como de una chistera festiva y patológica. Tampoco tuvo mucho tiempo para el ocio introspectivo la generación de nuestros abuelos. Ni acudieron al psicólogo a pesar de que entonces había sangre de verdad. Porque aquella sí que fue una guerra y no la que nos narran los generales que aparecen en televisión con toda la hojalata castrense en el pecho, ese código de barras del heroísmo. Unidad frente al Covid-19, juntos derrotaremos al enemigo, arengan, y a mí me da la risa, porque toda esa epopeya está entre Barrio Sésamo y el episodio piloto de un Apocalypse Now protagonizado por Torrente.

No, nuestras ansiedades no provienen del Covid-19, sino del sistema socioeconómico. Pero es bueno que exista un pagafantas vírico. Ahora bien, si las autoridades políticas y sanitarias están tan preocupadas por nuestra salud mental como dicen, la solución no radica en infundir miedo para controlar mejor a la población cuando esto pase, ni en multiplicar psicólogos y pastis, sino en cambiar y sanar una sociedad profundamente enferma, puro desierto de “mediocridad y delirio” (Hans Magnum Enzensberger). Que uno no se adapta al manicomio en que malvivimos quemando incienso a Buda, ni flotando en el paraíso esponjoso del Prozac, ni haciendo yoga, ni escuchando a los gurús de la buena ventura, por mucho que nos adormezcan con su cháchara de bazar. Los del Covid-19 deberían ser tiempos no de revolución, sino de evolución. De preguntas más que de respuestas. ¿Nos horrorizará de nuevo ser libres? ¿Seguiremos confinados en la impuesta minoría de edad? Ellos mandan porque tú obedeces. Palabra de Albert Camus.

Insert coin to play. Pero no introducirás esa moneda que inicie el nuevo juego. Preferirás guardarla para un billete de metro que te conduzca al pasado sin hacer trasbordos. Guarda la moneda. La ludopatía, dicen, es muy peligrosa. Por eso, mejor no juegues, no apuestes, que la ruleta y el porvenir siempre están trucados. Guarda la moneda. Métela en un depósito garantizado y ruega que no haya un corralito.