LUNES. Hay algo muy doloroso en la soledad del confinamiento. Una soledad que crece con cada intento por achicarla. Recibes una foto de tus seres queridos y celebras que están bien; pero a la vez te quedas triste, ya que esa imagen no es más que la presencia de una ausencia, la huella de un fantasma, el índice de una suposición. “Toco, luego existo”, debería haber filosofado Descartes de haber tenido dos dedos de frente.

MARTES. Pandemia: estado alterado de conciencia global.

MIÉRCOLES. Siete de la mañana. Era obvio que no me recordaba, pero, aun así, quien me observaba en el espejo daba muestras de que yo le resultaba familiar. Al mirarme, inclinaba un poco la cabeza como esos entendidos que no entienden un cuadro de Pollock. Ahora bien, ni siquiera cuando mi reflejo se me acercó hasta casi rozarme la nariz, se reconoció en los ojos de insomnio y en la barba caudalosa, como romántica de revoluciones, que me ha inventado el confinamiento. Y no es que uno siga a Robinson Crusoe, cuya estética silvestre y escarpada viralizan los monjes griegos de Athos, no. Si voy dándole largas a la maquinilla, es solo por motivos matemáticos. Quiero conocer el tamaño del encierro. De momento, mide cuatro centímetros en los pómulos y seis en las hebras del mentón. Y crecerá más, pues Sánchez le ha metido un ciclo de anabolizantes al estado de alarma y ya anunció el otro día que nos prolonga la clausura. “Paciencia”, tranquilizo al señor del espejo.

Y es entonces cuando descubro algunas anomalías. ¿Cómo es posible que lleve una cazadora y no el pijama que deberíamos vestir los dos? Por otro lado, si yo tengo cara de lunes por la mañana, él expresa una felicidad de viernes por la tarde. Le pregunto qué demonios está pasando, pero él me mira con ese recelo tranquilo que nos inspiran los locos de la calle y se cuelga una mochila a la espalda. Después se aleja y se empequeñece poco a poco en el andén de la estación, a mano derecha en el espejo. En seguida se oye el pitido del tren o del microondas en la cocina, no sé. El aislamiento me simplifica. Apenas existo.

JUEVES. El blanco y negro es el color de la fotografía documental. Y también el del horror. Yo solo había visto algo así en las fotos de Samuel Aranda que publicó The New York Times en 2012 y que tanto humillaron al gobierno de Rajoy, cuando la pobreza —y no el sol costumbrista de los folletos— era el auténtico trending topic de la marca España. Y volverá a serlo con la crisis del Covid-19.

Yo estaba acodado en el alféizar de la ventana, aburriéndome y fumando, cuando lo vi. Le calculé unos cincuenta años. No iba mal vestido. Por eso me sorprendió su comportamiento. Avanzaba unos pasos y retrocedía, se inmovilizaba a continuación, como arrepintiéndose, y miraba nervioso a izquierda y a derecha. Solo cuando se aseguró de que nadie lo observaba, abrió el contenedor de la basura y hundió los brazos en él. A partir de entonces, comenzó a seleccionar las bolsas, que desgarraba después con una violencia casi animal. Los pocos restos de comida que encontraba se los empujaba al bigote a manotazos. No tardó en perder el control. Sin dejar de masticar, descuartizaba bolsas y bolsas, cada vez más frenético, cada vez más autista dentro de su propia hambre. Ya no le importaba encontrar algo comestible o escupir las sobras en mal estado. Alimentarse solo era tocar lo que otros habían comido. Ni siquiera advirtió que el camión de la basura no se detenía al pasar junto a él.

VIERNES. Ana Botín, Rafael Doménech, del BBVA, y otros grandes empresarios ya no tienen uñas bastantes, los pobres, con que entretener el nerviosismo. De ahí que apremien a Sánchez para que acabe con esa perestroika a la inversa que es el confinamiento. Los empleados deben volver a las plantaciones de algodón cuanto antes, vivos o muertos, ya está bien de tanto ocio, que la mejor señal de recuperación, señor presidente, es oír otra vez el Go down, Moses en el hilo musical y espiritual de la empresa.

De manera que Doménech saludó el otro día a los parias de la tierra desde el balcón digital de un periódico y exigió a Sánchez “pruebas masivas” a fin de que “los inmunizados vuelvan a trabajar”. Ni un balbuceo de condolencia para las familias de los más de 14.500 fallecidos por el coronavirus. Ni media palabra de gratitud a los médicos por sus esfuerzos. Ni un reproche a la insolidaridad económica de Holanda y Alemania. ¿Para qué? A producir. Arbeit macht frei es lo importante. (Sobre el trabajo, en este caso, solo puede hablarse en el alemán de Auschwitz).

Cierto que hay que reactivar la economía, pero, señor Doménech, algo de prudencia. ¿Y si los trabajadores son falsos negativos? Pues a la calle por reincidentes. ¿Y la moral? La abolió el marqués de Sade. ¿Y la salud? Una superstición de pobres.

SÁBADO. Desde hace un par de horas, somos tres. Hay un nuevo ser vivo en casa, aparte de mi mujer y yo. Aunque al levantar la vista del telediario y no encontrar el mundo, dudo de mis cuentas. Son arritmias de la vida cotidiana. Las trae, o impone, el coronavirus. En condiciones normales, habría ahuyentado a la intrusa, pero ahora me complace que esté aquí. Hace unos minutos, aterrizó en la cubierta de Instantáneas, lo último de Claudio Magris, una camada de artículos que ha transmigrado del periódico a la editorial. El nuevo ser eligió la última ene del título para inmovilizarse debajo de ella como un monje haciendo zazen en la buhardilla del abecedario. El sol le lustraba las venas de las alas o lo que fueran esos filamentos que dudaban entre el negro y el azul. Cuando al cabo de dos minutos alcanzó el estado de budeidad, hundió la cabezota entre las patas y comenzó a frotársela. Finalmente, emprendió el vuelo. Había dejado un puntito justo debajo de la ene. Ningún crítico literario habría podido decir más con menos.

DOMINGO. La economía es lo suficientemente importante como para dejarla en manos de economistas y banqueros. Pues el problema no es seguir creciendo, sino cómo dejar de crecer. ¿O es que después del coronavirus continuaremos produciendo como hasta ahora, es decir, como si tuviéramos varios planetas disponibles? Si la respuesta es afirmativa, EE.UU. necesitará entonces 5 planetas para recuperar el ritmo de su economía; Alemania, 3,2 y España, 2,4, por poner unos ejemplos. ¿Y de dónde vamos a sacarlos?

Fernando Valladares, biólogo e investigador del CSIC, habla indirectamente de economía cuando dice que la mejor vacuna contra las sucesivas e inevitables pandemias está en el laboratorio de la naturaleza. La vacuna más poderosa, en efecto, es asegurar la biodiversidad, precisamente aquello que destruye la economía hipercapitalista. De seguir simplificando la biodiversidad, subraya el científico, otros virus más letales que el actual SARS-CoV-2 podrían transmitirse de los animales a los humanos como consecuencia de la destrucción de ecosistemas y bosques tropicales. Por otro lado, el aumento de las temperaturas está provocando el deshielo de los glaciares, que podrían liberar virus aún desconocidos por la ciencia. Y todo esto sin olvidar que las partículas de la contaminación atmosférica no solo matan a siete millones de personas en el mundo cada año, sino que sirven de apoyo físico a los virus y facilitan su propagación.

¿Seguiremos arrodillándonos ante los mercados financieros o haremos caso a los sabios? Será inadmisible que la nueva crisis se gestione como la de 2008. O sea, con los poderosos subiéndose los sueldos y los pobres bajándonos los pantalones. Y con el planeta doce años más empobrecido y enfermo que la otra vez.

En fin, el cambio deberá ser pronto o estaremos acabados, pero el miedo, la apatía y la publicidad nos han colonizado las conciencias. De manera que es muy probable que, cuando el aislamiento termine y los dioses del consumo regresen a sus templos, acudamos a celebrar la recién recobrada libertad esclavizando la Visa en El Corte Inglés. No sentimos sed de paraísos, sino de Coca-Cola.