El neocapitalismo es como la botella de Klein, algo que carece de interior y exterior. Porque aquel no es solo un sistema económico. Es un estado de ánimo. Para prevalecer, ha debido suprimir de raíz aquello que ahuyentaba a nuestro pitecántropo interior: lo común, la solidaridad, el compromiso, la ayuda mutua. Y la muerte. Sobre todo, ha debido reprimir la muerte dentro del discurso social, pues la presencia de la muerte, si no impide, al menos corrige o atenúa la hybris, el orgullo inmoral e inmortal del hombre. Sin embargo, la muerte hoy solo es aquello que las plantas de reciclaje del sistema no pueden volver a integrar en la cadena de producción. Un desecho. Algo de lo que no vale la pena ocuparse. 

Con los miles de cadáveres aún calientes por el Covid-19, sorprende —o no— que nuestras preocupaciones se centren en que abran los bares para reanudar la discusión sobre el último regate epiléptico de Messi. En acomodar el nalgatorio en el sillón del Hola de la peluquería. En hacer deporte para legar un cuerpo sanísimo a los gusanos. Y en ir tachando con el boli rojo del pim, pam, pum las jornadas que nos separan de las vacaciones. No, la muerte ya no existe en nuestra realidad cada vez más pixelada por el coronavirus y más privatizada por el capitalismo. Lo que no consiguieron las epístolas de san Pablo lo ha logrado Milton Friedman: abolir la muerte. Ya lo entrevió Robert Bresson: “Lo fantástico es que para tranquilizar a la gente basta con negar la evidencia”.

Pues bien, mientras negamos la evidencia de la muerte para poder proseguir con nuestros simulacros de inmortalidad y continuar produciendo y consumiendo atolondradamente y a destajo, parloteamos de reanimar la economía —¿decrecimiento como única alternativa a la segurísima hecatombe medioambiental? No, gracias—; hablamos también de que el Gobierno nos devuelva las calles secuestradas, de acudir a los gimnasios, de lustrar con Fairy el sol para que brille más y carbonice cuanto antes el coronavirus, de salvar la industria cultural y otros etcéteras. Detengámonos un momento en esto de la industria cultural. ¿De qué cultura hablamos? Porque me parece a mí que la industria cultural hegemónica no alienta precisamente la libertad ni el juicio crítico, tan necesarios en una sociedad de verdad democrática, sino que nos somete a los intereses empresariales de la oligarquía del entretenimiento. A la industria mal llamada cultural le interesa menos cimentar una sociedad más justa, más libre, más igualitaria que atontar de dopamina los cerebros zombis de los consumidores. Es evidente que algo está fallando cuando los estudiantes de Bachillerato saben quién es Kim Kardashian, pero ignoran quién fue Rosa Luxemburgo.

La incultura no es solo una mutilación del cuerpo social, sino un potente corrosivo de las democracias. Esto último lo argumenta muy bien el filósofo Gonçal Mayas en su ensayo La sociedad de la incultura.  

¿Qué clase de cultura entonces? Sería largo de exponer, pero así, a bote pronto, se me ocurre que menos Almodóvar y más Haneke. Menos Javier Cercas y más Hermann Broch. Menos Dani Mateo y más Aristófanes. Menos Punset y más Feyerabend. Menos emoticonos y más Botticelli. Menos MasterCard y más Epicteto. Menos Rosalía y más Los Chikos del Maíz. 

Lleva razón el sociólogo Rafael Díaz Salazar cuando señala que nuestra sociedad está configurada para impedir la contemplación. Y la meditación sobre la muerte. Lo que, según Heidegger, se traduce en una vida frívola, anónima, intercambiable, disuelta en la masa, superficial. Es el estado caído (Verfallen), un modo inauténtico de existir.

Quienes en cambio sí piensan en la muerte, aunque me da que no como pretendían Séneca o Heidegger, son los líderes de la derecha extrema y de la extrema derecha de este país. No hay día, efectivamente, que no llamen asesino al Gobierno, que no preparen denuncias, anatemas, cadalsos en Twitter y caceroladas —mañana, la siguiente—, que no se adueñen sin vergüenza de los muertos por el coronavirus para sus siniestros fines partidistas. 

Partidistas y teatreros. Ahí está, para ejemplificarlo, Isabel Díaz Ayuso, ultimogénita de Esperanza Aguirre, esa que destrozó a dentelladas la sanidad pública madrillí. Ayuso, en efecto, se vistió el otro día de cuervo institucional y las Nikon de los fotoperiodistas la sorprendieron en medio de una estudiada performance, cuando la doña ejercía de plañidera durante una misa solemne por los muertos del Covid-19. Si en el mundo, como decía Mallarmé, todo existe para llegar a un libro, la catedral de la Almudena se edificó para acoger las lágrimas propagandísticas de Díaz Ayuso, quien lejos de cubrirse el rostro como hacen, para ser más persuasivas, las plañideras con alta en el epígrafe correspondiente del IAE, posaba dulcemente de perfil, serenamente de perfil, fervorosamente de perfil. Ayuso era como una virgen de Fra Angelico que esperase, no la llegada del ángel, sino la de los fotógrafos de la agencia Efe. A mí, lo reconozco, la lady me conmovió. Sobre todo, cuando una lágrima nómada le atravesó la mejilla y ofreció a los flashes un churrete doliente de rímel. Mediático y kitsch a más no poder.  

Aparte de los muertos en general y de los muertos en las residencias a su cargo en particular, que son todas las de Madrid, a Ayuso también le preocupan muchísimo los niños desfavorecidos. De ahí que los esté cebando con doble de queso y pienso del Telepizza. Para que crezcan sanos y fuertes, se conoce. Doña Isabel justifica ese monocultivo de grasas y azúcares aduciendo que la pizza es el plato favorito de los niños. 

Ayuso es como el sistema neocapitalista que defiende. Puro disparate. Pura atrocidad. Puro vacío sin interior ni exterior. Ayuso es la encarnación de la botella de Klein. Pero no nos indignemos y gaudeamus igitur, que urge más preparar el chándal para salir mañana a hacer deporte, pues la muerte, como dijo el poeta, no interrumpe nada.