Ensimismado en su ciego, sordo, mudo y tan cansino soliloquio solipsista, rara expresión de una especie de autismo político masivo tan incapaz de entender la realidad tal cual es como capaz de inventar todo tipo de realidades falsas o virtuales, parece que el movimiento secesionista catalán ha comenzado a constatar que los gobiernos, sean estos cuales sean, no son el Estado, y que el Estado no es un simple concepto abstracto, más o menos indefinido y etéreo, sino un ente institucional y político de enorme envergadura y potencia. Lo está constatando estas últimas semanas en el lento y ya imparable desarrollo de la fase oral del juicio que se celebra en el Tribunal Supremo contra una docena de sus principales dirigentes políticos y sociales. Es ésta una constatación basada no tanto en la solemnidad ritual de un juicio de estas especiales características sino sobre todo en algunas declaraciones testificales, y de una manera muy particular en las declaraciones coincidentes de algunos testigos relevantes, como sin duda son los más altos mandos de la policía autonómica catalana, los Mossos d’Esquadra, encabezados por quien hasta hace muy pocos meses fue su mando principal, el mayor Josep Lluís Trapero.

En una confusión solo comprensible entre personas desconocedoras de qué es en realidad un Estado democrático de derecho, tanto buena parte de los dirigentes separatistas ahora juzgados como un muy elevado porcentaje de sus seguidores más incondicionales y no pocos de sus siempre tan fervorosos y entusiastas propagandistas parece que llegaron a olvidarse que cualquier funcionario público se debe siempre al Estado, por encima de toda otra consideración y en cualquier lugar y circunstancia. Del mismo modo que siguen sosteniendo como axioma obsesivo y permanente supuestas obviedades tales como que la democracia está siempre por encima de la ley, que votar no puede ser en ningún caso un delito, que todos los pueblos tienen derecho a su autodeterminación o que cualquier asamblea legislativa o parlamento puede no solo hablar sino también votar sobre cualquier cuestión o materia, lo cierto es que muchos de los dirigentes y seguidores del independentismo catalán se olvidaron que, a diferencia de todos ellos, muchos de sus propios servidores públicos, y en concreto la cúpula dirigente de su policía autonómica, sabían a la perfección que su obligación era defender al Estado democrático de derecho, fuese cual fuese el gobierno que lo representase de forma circunstancial.

Sigo sin comprender cómo ha sido y todavía sigue siendo posible que tantos dirigentes políticos y sociales separatistas, así como tantísimos de sus voceros y propagandistas, por no mencionar también a un número incalculable de sus seguidores más fieles y entusiastas, se llegaran a olvidar de algo tan básico y elemental como es la diferenciación entre el gobierno y el Estado, entre el Estado y el gobierno. El Estado permanece, los gobiernos cambian, y en un Estado democrático de derecho los cambios de gobierno se producen siempre por decisión democrática de la ciudadanía, que de este modo determina y decide periódicamente su futuro de acuerdo con la legalidad democrática.

¿Tan difícil resulta entender cosas tan simples y elementales como estas? ¿Tan difícil es asumir que la realidad es la que es y que nada tiene que ver con unas falsas realidades virtuales repetidas de forma interminable? Mucho más acá de lo realmente trascendente, tal vez unos pocos y muy recientes hechos puedan ayudarnos a comprender que la realidad es muy distinta de como desearían que fuera los más extremistas y radicales de los dos bandos enfrentados a cara de perro en este conflicto.

En la ciudad de Madrid, decenas y decenas de miles de independentistas -poco importa cuántas personas fueron en realidad: fueron muchísimas-, todos ellos llegados desde Catalunya en más de medio millar de autocares, así como en trenes y aviones, o en sus propios coches particulares, se manifestaron libre y pacíficamente con sus banderas, pancartas, cantos y lemas, sin que se produjera ni un solo incidente antes, durante ni después de su manifestación en el mismo centro de la capital de España. Con pocas horas de diferencia, en el mismo Madrid, y en concreto en el estadio Wanda Metropolitano, el Barça derrotó al Atlético de Madrid en el partido que ha batido el récord mundial de asistencia a el fútbol femenino. Pocas horas después, en el sevillano estadio de Benito Villamarín los seguidores del Real Club Betis Balompié ovacionaron a los jugadores del primer equipo masculino del Barça y corearon el nombre de Leo Messi, a pesar del disgusto que los azulgranas provocaron entre los aficionados béticos al derrotar a su equipo por un contundente 1-4.

Ya sé que nada tienen que ver estos sucedidos tan recientes con ningún Estado ni ningún gobierno. No obstante, estos y muchos otros son hechos que invitan tal vez a la esperanza de que más pronto que tarde llegamos a un cierto modo de entendimiento, a una cierta convivencia. O, como mínimo, a la coexistencia ordenada y pacífica, tanto en Catalunya como en el conjunto de España.