No sé por qué a veces, viendo Los Simpson, el rostro de Homer se ondula, se deforma, se derrite, se desvanece poco a poco. Y entonces, ¡zas!, surge el de Pedro Sánchez en la pantalla y ya no oigo la voz cuatrera de Homer, sino la de un canónigo que enseña catequesis a los niños, que más o menos así suena Sánchez cuando elige ese registro parroquial, mansueto y Norit para hablarnos.

En el episodio de ayer, Homer hizo flashback y el mundo regresó a marzo de 2020. Y a la tele volvió esa niebla épica y verde de militares durante aquellos sermones de la montaña que nos asestaba Sánchez: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”. “Bienaventurados los que se quedan en casa, porque ellos no heredarán el coronavirus”. “En verdad, en verdad os digo que al virus solo lo pararemos juntos”. “Este Gobierno no va a dejar a nadie atrás”. “Vamos a salir mejores personas”.

Obviamente, ni hemos erradicado el virus, que está adquiriendo ímpetu de sexta ola a pesar de la vacuna, ni, por supuesto, hemos salido mejores personas, sino mucho más pobres y desiguales, salvo que la pobreza sea una virtud, como cínicamente predicaban antaño los señores de orden y los curas mientras aquellos le regalaban un monopolio a la familia y estos redondeaban el bandullo con picatostes y chocolate en el saloncito de rosario y porcelanas de la señora marquesa.

Efectivamente, poco o nada ha mejorado desde marzo de 2020. Las emisiones de CO2 igualan ya los niveles anteriores de la pandemia; hemos perdido poder adquisitivo; la gente comienza a quemarse a lo bonzo para disponer de luz en casa porque eso sale más barato que encender una bombilla; los bares siguen llenos y las bibliotecas, vacías. Todo normal. Como siempre. Otro ejemplo. La sanidad pública, esa que fingíamos defender con los aplausos discursivos de las ocho, continúa agonizando sin que montescos ni capuletos hagan mucho por socorrerla. ¿En qué pensaba Sánchez cuando prometió una “reforma constitucional para blindar la sanidad pública”? ¿Olvidaba que para eso era necesario contar como mínimo con la aquiescencia de dos tercios del Parlamento? ¿Votarían a favor las dos derechas y media, tan adictas a los recortes sociales y al desvío de fondos públicos a faltriqueras privadas? ¿Lo apoyarían todos los miembros de su propio partido, incluida Nadia Calviño, la chica Bond de la troika, que de niña a los Reyes Magos no les pedía una Nancy, sino las obras completas y ultraliberales de Hayek?

No, Sánchez hará muy poco por robustecer la sanidad pública, pues no basta con meter dinero en sus menudillos, sino, ante todo, suprimir los conciertos y concesiones e intervenir recursos e instalaciones de la privada. Y esto no lo llevará a cabo, naturalmente. De modo que el capital puede seguir tranquilo con el sometimiento a sus intereses del Gobierno más progresista de la historia. Porque nuestra democracia parlamentaria, conviene recordarlo, solo es el consejo de administración de la oligarquía económica que, cada cuatro años, nos permite hacer papiroflexia frente a las urnas para elegir a qué partido del sistema le corresponderá esta vez darnos los latigazos. Y, hablando de latigazos, la editorial Capitán Swing acaba de publicar Barco de esclavos, del historiador Marcus Rediker, un interesante estudio sobre la vida en las goletas esclavistas del siglo XVIII, esas “cárceles flotantes” que desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo del capitalismo global. Y tan bien documentada y recreada está aquella época, que el libro huele a mar, a sangre, a pescado en salazón, a miedo azul y a dignidad maltratada y negra. Barcos, en fin, que no han desaparecido ni naufragado en los mares de tinta de la historia, pues, como dice Eduardo Galeano, y dice bien, “hoy los traficantes de esclavos operan desde el Ministerio de Trabajo”.

Un Ministerio, el de nuestro país, del que, en vista de cómo van desarrollándose las cosas, cada vez tengo más dudas de que derogue íntegramente la reforma laboral, algo imprescindible para acabar con los trabajos basura y la precariedad. Dudas muy similares a las que estos días me crea la ministra Darias con su amagar y no dar para extirpar de cuajo la Ley 15/97 de Aznar —apoyada y bendecida por el PSOE, no se olvide—, que dio entrada en la sanidad pública a las grandes constructoras, bancos y aseguradoras privadas. Claro que el partido socialista no era un advenedizo en esto de las privatizaciones sanitarias. Fue él el primero, allá por 1991, en liberalizar los servicios de limpieza de los hospitales. ¿El resultado? Pues que hoy por hoy la principal causa de muertes intrahospitalarias es la provocada por infecciones. En definitiva, entre el PSOE y el PP esculpieron el sueño de cualquier capitalista: financiación pública y beneficios privados. Y otros suicidándose para no tener que llegar muertos a fin de mes.

Así las cosas, es normal que tanto los liberales de cualquier signo político como Esperanza Aguirre y otros neocaudillistas mientan que la gestión privada de la sanidad es más barata y eficiente que la pública. Menudo chollo tenía —y tiene— el PP de Madrid con los enfermos. Como para dejarlo pasar. Ahora, la Fiscalía Anticorrupción pide imputar a Aguirre por prevaricación y malversación, ya que el conglomerado empresarial encargado de las obras y la gestión del hospital Puerta de Hierro de Majadahonda se embolsó durante años una fortuna por servicios que no prestaba. Como se sabe, el dinero público se concede en función de las camas, y la empresa cobraba por 135 catres que no existían. Lo cual supuso para las arcas de la CAM un agujero de diez millones de euros. Y otros mendigando en hábito de estameña unos espaguetis en las colas del hambre y uniendo al ayuno involuntario la humillación voluntariosa: “mantenidos subvencionados”, insultó a los pobres, no hace muchas lunas, nuestra Betty Boop madrileña.

Pero decía o estaba diciendo que los neoliberales se equivocan a sabiendas cuando arguyen que la gestión privada de la sanidad es más barata que la pública. Un informe interno de 2012 de la Consejería de Sanidad madrileña comparaba los precios de la Fundación Jiménez Díaz, en manos de un fondo de inversión alemán, con los de hospitales públicos de las mismas características, y concluía que los contribuyentes pagamos un 40% más por los mismos servicios en la gestión privada.

Tampoco la sanidad enteramente privada —privadísima desde la coronilla al pinrel— es mejor que la pública, empezando porque en aquella existen menos médicos y enfermeras por paciente, siguiendo porque no lleva a cabo líneas de investigación científica debido a los altísimos costes y terminando porque solo admite enfermos que les resultan rentables —dolencias leves y operaciones fáciles— y porque, en fin, excluye de sus prestaciones a pacientes crónicos y a aquellos que requieren tratamientos muy prolongados y caros, a los que expide sin franqueo a la Seguridad Social.

Por si todo esto fuera poco, y según ha repetido en conferencias, debates y artículos Ángeles Maestro —médica, exdiputada y una de las voces más lúcidas y valientes de este país en asuntos sanitarios, y a cuyas ideas tanto debe mi artículo de hoy— la sanidad privada controla a los médicos mediante premios y castigos, como si fueran las ratas conductistas de Skinner. Si operas a muchos pacientes/clientes, no importa que no lo necesiten, la empresa gana más y tú también. Asimismo, se abre la caja registradora cuando el médico da precozmente el alta a un enfermo, aunque este deba presentarse otra vez en el hospital —si no muere antes, y eso ha sucedido—, pero entonces se computa como un nuevo caso y se vuelve a cobrar por él. La gerencia del hospital privado, por lo demás, presiona al médico para disuadirlo de solicitar pruebas diagnósticas costosas —basta usar el tarot de Marsella, que acierta bastante—, ya que, de lo contrario, ¿de dónde obtendría la empresa sus ganancias? Es escandaloso que los hermanos Gallardo Ballart, unos de los tiburones de la sanidad privada española que se alimentan de palomitas, y no de maíz, legalizaran 113 millones de beneficios enterrados en la isla del tesoro de Suiza gracias a la amnistía fiscal del PP, y vete en paz y no peques más. Es una vergüenza que en pleno siglo XXI se siga ejerciendo el matonismo patronal y se despida a trabajadores —pienso en HM Hospitales o en el hospital madrileño de Villalba, de titularidad pública y gestión privada— por defender los derechos laborales de sus compañeros.

Si el sistema público sanitario está magullado, es porque capitalismo y salud son incompatibles. Y se prestigia aquel. De manera que, para salvar al monstruo, se le ofrendan sacrificios humanos —interminables listas de espera—; se perpetran indignos y minuciosos recortes; se ejecutan despidos inmorales y se desvían fondos millonarios a conciertos y concesiones. Pero no todo el mundo se queda en el sofá delante de una peli de Ken Loach creyendo que eso es el éxtasis de la acción revolucionaria. En Andalucía, por ejemplo, las Mareas Blancas han vuelto a manifestarse para defender con uñas y dientes, en plan Faluya, lo que es el derecho de todos y no el privilegio de unos cuantos: la salud. Que las transformaciones de verdad no se consiguen en el Parlamento, sino en la calle. El resto es La Sexta y Tranxilium demagógico.