Una de las actividades que se ha desarrollado en la edición de 2022 del festival FLORA, uno de los festivales de arte floral contemporáneo más importantes del mundo -que se desarrolla en Córdoba_ ha sido la conferencia del filósofo, antropólogo y escritor Santiago Beruete. “En libros como Jardinosofía (2016) o Verdolatría (2018), Beruete nos hace ver la botánica con una mirada nueva, cercana y erudita a la vez”, explica el festival en su página web. “Su particular acercamiento y sus palabras suman adeptos días a día a esa pasión por la naturaleza que compartimos en FLORA”. En su intervención en FLORA, bajo el título Cuando el río suena…, Beruete ha descubierto la historia de las últimas décadas del Guadalquivir cordobés de la mano de Ángel Lora, una de las personas que mejor conoce la historia de este río. Charlamos con Beruete.

¿Por qué cultivamos plantas?

Las plantas sirven de alimento al cuerpo y al espíritu. Satisfacen nuestra necesidad de sustento y belleza. En su presencia nos invade una atávica sensación de seguridad, pues obtenemos del reino vegetal cuanto necesitamos para nuestra supervivencia.

Si decoramos nuestras casas y ciudades con árboles, arbustos y flores de toda clase, tal vez sea porque los espacios cultivados despiertan en nuestro interior el vago recuerdo del Jardín del Edén. Si el de jardinero es el oficio más antiguo del mundo, es porque, desde sus orígenes, los seres humanos, llevados por la añoranza del paraíso perdido o el deseo de una sociedad mejor, han cultivado las plantas mientras se dejaban cultivar por ellas".

Los jardines no son únicamente una realización material sino también una creación intelectual, una obra de arte viva. Constituyen, de hecho, uno de los más sofisticados medios de expresión cultural. En ellos reverberan nuestros ideales éticos, estéticos y políticos. Los paraísos terrestres que construimos concuerdan con nuestros valores y aspiraciones, y revelan nuestra contradictoria y ambivalente relación con la naturaleza, así como nuestra escurridiza concepción de una buena vida. Ese icono sagrado responde con un discurso sensorial y simbólico a las preguntas esenciales que se hacen los seres humanos en cada época.

¿Qué lecciones podemos sacar de un jardín?

Un jardín o un huerto es un gran maestro. Enseña paciencia, humildad, tesón, confianza y gratitud entre otros valores y cualidades que, valga la redundancia, distinguen a las personas cultivadas. Las virtudes del cuidado y de la espera que se adquieren trabajando la tierra sirven asimismo de antídoto contra el frenesí compulsivo, la malsana avidez, el descontento con uno mismo y el afán consumista de nuestra época. La experiencia del jardín nos ayuda a suspender el pensamiento, vaciar la mente y concentrarnos en el instante presente sin la ansiosa espera de bienes o males futuros. Permite acallar el ego y purificar la mirada. Salir al jardín invita a entrar en uno mismo.

La jardinería se entiende por lo general como un intento de disciplinar la naturaleza para disfrute humano, pero su objetivo más profundo tal vez sea disciplinar nuestro espíritu, elevarlo y pulirlo".

Colaborar con el crecimiento de las plantas de nuestro huerto o jardín, ayuda, qué duda cabe, a nuestro propio crecimiento, a nuestra renovación interior. Nos brinda la ocasión de desensimismarnos, de practicar la contemplación activa y de encontrar en nosotros mismos la calma y la quietud.

¿Es la filosofía una forma de conexión con la naturaleza?

La filosofía puede ayudarnos a imaginar un futuro diferente al que parecemos condenados por la crisis ecosocial. Tan importante como cambiar los hábitos de consumo y los patrones de producción es modificar nuestro sistema de creencias. La transición hacia una sociedad descarbonizada, además de digital y energética, debe ser también ética.

Si no incorporamos a nuestro código de conducta los valores de la moderación, la prudencia el espíritu crítico y la suficiencia racional, que identifica a los amantes de la sabiduría, no podremos avanzar hacia una sociedad más justa, y no solo climáticamente hablando. No hay mayor transformación que un cambio de mentalidad".

Nos engañamos pensando que la tecnología es la respuesta a una pregunta eminentemente filosófica: cómo vivir. Si queremos prepararnos para capear los desastres que nos aguardan, debemos razonar con implacable e impecable honestidad. Los costes de cambiar nuestro insostenible estilo de vida resultarán inasumibles si no aprendemos a vivir filosóficamente, es decir, a alinear nuestras convicciones con nuestras acciones.

¿Marcará este verano un antes y un después en nuestra reacción frente al cambio climático? ¿No deberíamos exigir ciudades más verdes?

Este asfixiante verano ha removido la conciencia medioambiental de los ciudadanos más que los discursos de los expertos. Ser conscientes de que no volveremos a pasar un julio y un agosto menos caluroso, ha hecho que muchos personas entiendan la urgente necesidad de frenar el proceso de degradación de la biosfera, antes de que sea demasiado tarde y atravesemos el umbral de un calentamiento irreversible. Cada vez son menos los individuos indiferentes a la catástrofe climática en marcha. Además, nada indica que las cosas vayan a mejorar en un futuro cercano, sobre todo porque estamos viviendo las consecuencias de lo que se hizo hace décadas".

Mientras nos debatimos entre la alarma que nos causan los datos sobre el calentamiento global, y la confianza ilusionada en el avance de las tecnologías biomiméticas y neutras en carbono, corre la cuenta atrás. Si hemos de creer a los científicos, contamos con tres décadas para descarbonizar la atmósfera antes de que las condiciones de la vida en el planeta empeoren drásticamente. Cuanto más demoremos actuar decididamente, más dolorosa y costosa será la transición hacia un futuro sostenible. Ha llegado el momento de decidir si queremos escribir el guión de la dolorosa conversión de una civilización de los hidrocarburos en otra de la ilustración ecológica, o interpretar el papel de víctimas de una tragedia anunciada.

Las ciudades están llamadas a desempeñar un papel decisivo en esta transición. Si tenemos en cuenta que las ciudades ocupan el 3 % de la superficie terrestre, pero consumen el 75% de los recursos naturales y generan las tres cuartas partes de las emisiones de dióxido de carbono, su viabilidad depende de que se renaturalicen. Que el futuro de las urbes se escribirá con mano verde, es cada vez más evidente. Antes o después deberemos optar entre seguir cavando nuestra propia fosa o los cimientos de las ecópolis del futuro.