En medio de la guerra de Ucrania y con el mundo apresurándose a desarrollar sus propias estrategias de autonomía energética, el Panel Intergubernamental de Cambio Climático publicó un nuevo informe sobre el sexto proceso de evaluación sobre el Cambio Climático. Las advertencias del informe no podrían ser más claras: el planeta tiene hasta el año 2030 para reducir en un 43% las emisiones de gases de efecto invernadero si quiere mantenerse en línea con los compromisos adquiridos en el Acuerdo de París. Cumpliendo los compromisos actuales, muchos de ellos solamente enunciados como palabras, el planeta se situaría en un rango que alcanzaría los tres grados a final de siglo.

En otras palabras, el reto que representa el cambio climático sigue tan vivo como antes de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, con el agravante de que las turbulencias en los mercados de hidrocarburos hacen que la prioridad se sitúe en la actualidad en el mantenimiento del suministro de petróleo y gas, al tiempo que los gobiernos ponen en marcha sus mejores armas para evitar una erosión del poder adquisitivo de las familias. El problema asociado a estas intervenciones en los mercados energéticos se establece en el corto plazo, pues en el largo y medio, como ya sabemos, la mejor manera de garantizar nuestra independencia energética es seguir profundizando en el despliegue de energías renovables, algo que, en principio, forma parte de la agenda de lucha contra el cambio climático. Donde aparece el reto es precisamente en estos meses en los que los gobiernos deberían acelerar sus estrategias de reducción de emisiones, y que tristemente se están usando, como obliga la situación, a atender a las urgencias de la aventura belicista de Rusia.

La lucha por la narrativa vuelve a aparecer con fuerza: para una parte de las fuerzas políticas, deberíamos facilitar la autonomía estratégica en materia energética recurriendo a la energía nuclear y a la reactivación del carbón, como si la invasión de Ucrania hubiera invalidado la evidencia científica en torno a las emisiones de gases de efecto invernadero. Esta posición oportunista se ha hecho notar en el discurso de Vox en España, pero también de otras fuerzas políticas negacionistas, que andan encantadas con la idea de que la vuelta de los temas “duros” -como la autonomía estratégica, las relaciones de poder entre los países y el nacionalismo económico- arrinconen los aspectos como la transición ecológica por “blandos”. Pero no en realidad el reto de la transición ecológica no tienen nada de blando: estamos hablando de las fuentes de energía, del uso de la tierra, de la obsolescencia de infraestructuras, industrias y servicios basados en fuentes de energía que amenazan seriamente los equilibrios básicos de nuestro planeta. Si alguien peca de idealismo es precisamente aquél que considera que, sólo por desearlo muy fuerte, se puede obviar la abrumadora evidencia científica que señala que, de seguir este camino, el planeta se verá abocado a una crisis climática sin precedentes.

Si la guerra de Ucrania sirve para reforzar estos discursos, habremos perdido un tiempo precioso en la lucha contra el cambio climático. Por eso mismo no deberíamos ser tímidos a la hora de plantear la verdad: el recurso a discursos mal llamados “duros” es una irresponsabilidad que afectará no sólo a la generación que los tolera, sino, sobre todo a las futuras, que serán las que paguen la factura del infantilismo acientífico que nutre los peores comentarios y la peor narrativa de una parte importante del espectro político europeo y mundial.

¿Y qué podemos hacer? En primer lugar, desde luego, no dejarnos intimidar: quien hoy defienda las macrogranjas es un irresponsable. Quien defienda que en España hay que comer más carne roja, y no menos, es un irresponsable. Quien reclame su derecho a meter el coche particular en la plaza mayor de su localidad, es, igualmente, un irresponsable. Y quien quiera reactivar el carbón patrio como alternativa al gas ruso es, de nuevo un grandísimo irresponsable. En segundo lugar, ser conscientes de que la transición tiene asociados costes sociales que debemos atender de manera perentoria. Es precisamente en los perdedores de esta transición donde se encuentran los potenciales caladeros de apoyos de los discursos de los irresponsables. Nada nos gusta más que pensar que nuestros intereses coinciden (casualmente) con lo que consideramos justo, y la mayoría de nosotros escucharemos a quien así nos lo cuente. Pero ser adultos es también darse cuenta de que no siempre es así y que cuando alentamos políticas y discursos que nos ofrecen esta salida de manera permanente, lo que estamos haciendo es infantilizar a la población. Veremos si la guerra de Ucrania se enfrenta a sociedades adultas o a sociedades infantilizadas por mensajes facilones sobre sus consecuencias y derivadas. En Francia lo veremos esta misma semana.